Terminaba el mes de enero cuando una noche, una familia nueva llegó a la casa de la esquina de mi calle. Después de la mudanza no vimos a nadie entrar o salir de la casa durante semanas, cosa que nos llamó poderosamente la atención. Sin embargo era evidente, por los movimientos que se observaban, que los vecinos nuevos estaban allí dentro.
En el barrio todos decían que esto era muy extraño. Comencé a imaginarlos con dientes de vampiros, ya que las pocas veces que los había visto había sido detrás de la ventana y casi siempre de noche. ¿Raro, no?
En mi cama, a la luz de una linterna, yo me imaginaba cómo eran. ¿Serían ellos espíritus o algo por el estilo? Estaba tan intrigado que propuse a Berta, mi hermana menor, que me ayudase a investigar.
Buscamos los prismáticos del abuelo y comenzamos a espiarlos con ellos. Así supimos que había un chico de la edad nuestra en la casa.
Berta trató de convencerme que fuéramos a tocar el timbre pero yo le propuse algo diferente.... vestirnos con ropa negra e ir por la noche al jardín de la casa para verlos más de cerca.
Fuimos la noche del martes aunque no pudimos verlos porque me pinché con las espinas de un rosal y salí corriendo. La segunda noche que lo intentamos fue un viernes y tampoco pudimos verlos porque el perro de Don Tomás, otro vecino, al vernos vestidos de negro no nos reconoció y ladró con tanta fuerza que tuvimos que correr hacia nuestra casa para que no nos viera nadie.
La tercera vez que lo intentamos fue, como dice el abuelo, la vencida. Nos decidimos a entrar por la puerta trasera. Mi deseo de saber que pasaba ahí dentro era superior al miedo que me producía entrar en la casa.
- ¡Shhh! Escucha eso Berta- le dije a mi hermana al escuchar unos pasos próximos en el interior.
-¡Vamos!- dijo Berta arrastrándome hacia el interior. Nos escondimos detrás de un sillón del salón pero fue imposible ocultarnos del todo cuando el hombre entró en el salón nos vio. Nos quedamos petrificados. Mi corazón parecía querer salirse del pecho. Berta estaba pálida, como un fantasma.
Un chico acompañaba al hombre. ¿Sería su hijo? - me pregunté -
- Señor...esto no es lo que parece. Es que noso...- de repente enmudecí al ver que el chico se acercaba rápidamente hacia mi. Vi sus dientes de vampiro. Me mordió.
-¡Quiero a mi mamá!- Gritó Berta mientras las lágrimas corrían por su rostro. Y creo que después me desmayé.
Al abrir los ojos, una señora de largos cabellos negros y muy, muy delgada me tenía en sus brazos. Colocaba un pañuelo mojado sobre mi cabeza.
- Disculpa, mi hijo Jeremías hace unas bromas muy extrañas. Siento que los haya asustado- dijo con voz serena y dulce la señora- Jeremías y su papá son fotosensibles. Esto significa que no toleran la luz del sol. Es una enfermedad poco frecuente pero basta con evitar la luz solar para llevar una vida casi normal.
- Yo... lo siento. Es que mi hermana y yo pensábamos que que...- no quise terminar la frase. Mi hermana y yo nos sentíamos realmente avergonzados por haber invadido la casa de los nuevos vecinos-
Aunque he de reconocer que me quedé más tranquilo al saber que no eran vampiros. Ahora entendía porque nadie salía de día y por la noche se acercaban a la ventana.
Mi hermana y yo decidimos no actuar nunca más como detectives y a partir de aquella noche fuimos todos los días a la casa de nuestros vecinos. Nos hicimos muy amigos de Jeremías, el chico de los dientes de vampiro. Nos reíamos mucho al recordar ese día.
Le conté a todo el mundo que nuestros nuevos vecinos no eran extraños, sino que que tenían una rara enfermedad que los hacía sensibles a la luz.
Nadie me creyó la primera vez que conté lo que me había ocurrido, aunque ahora, después de un tiempo, otros chicos se han animado a venir a jugar la casa de Jeremías, mi amigo el vampiro.