Aurora y Gabriel habían sido amigos inseparables cuando eran pequeños. A todas horas estaban juntos, jugaban, se reían y se contaban secretos. Pero con el tiempo, se fueron distanciando y solo se veían cuando iban a clase.
Al menos eso lo habían conservado y, todas las mañanas, Aurora y Gabriel se encontraban en un viejo árbol que había a la entrada del colegio para empezar sus aventuras.
Pero un día, la niña no encontró a su amigo. En su lugar, había una rana de piel de brillantes colores y ojos tristes.
Aurora miró a la rana. Podría reconocer esos ojos en cualquier parte.
—¿Gabriel? —dijo la niña.
Enseguida, la rana saltó hacia ella, croando suavemente, como si intentara decir algo.
Aurora recordó los cuentos que su abuela le contaba sobre la Bruja de las Montañas Olvidadas, una hechicera que tenía el poder de transformar a las personas en lo que ella quisiera.
—Esto lo arreglo yo ahora mismo —dijo Aurora, colocando a la pequeña rana sobre su hombre y poniendo rumbo a las Montañas Olvidadas.
En realidad, las Montañas Olvidadas eran unas colinas insulsas que no tenían apenas vegetación ni fauna.
Un zorro se cruzó en su camino y, con voz suave, le dijo:
—Si buscas respuestas, encuentra a la Anciana del Bosque. Ella conoce todos los secretos de la magia. Vive en una cueva, al final de aquel camino. Pero date prisa. Vengo de verla y está bastante cansada.
Siguiendo el consejo del zorro, Aurora fue a ver a la Anciana, una mujer que, a pesar de su nombre y de cabellos blancos como la nieve, no parecía muy mayor.
—Para romper el hechizo, debes recordar y cumplir una promesa olvidada —dijo la Anciana con voz melódica—. La bruja vive en una cueva un poco más arriba. Lo que sea que tengas que recordar te ayudará a recuperar a tu amigo.
Aurora cerró los ojos y recordó una tarde lluviosa, donde bajo el paraguas, ella y Gabriel hicieron una promesa: siempre estar juntos, sin importar los desafíos. Pero con el paso del tiempo, esa promesa se había desvanecido en sus recuerdos.
—Eso es, ya lo tengo —dijo Aurora. Y se puso en camino.
Al llegar a la cueva y enfrentarse a la bruja, Aurora pudo ver en sus ojos un reflejo de soledad y tristeza.
Aurora le habló de su promesa con Gabriel y cómo la verdadera amistad puede sanar las heridas más profundas. La bruja, conmovida por las palabras de Aurora y recordando su propia juventud, deshizo el hechizo.
Gabriel, ahora de nuevo un niño, corrió hacia Aurora y la abrazó.
—Nunca olvidéis vuestras promesas de amistad —dio la bruja, mientras se alejaban.
Y así, Aurora y Gabriel retomaron su amistad, recordaron viejos tiempos, empezaron a crear nuevos recuerdos y a hacerse nuevas promesas.
—Si las olvidamos tendremos un problema —dijo Aurora.
—No están tan mal ser rana, no te creas —bromeó Gabriel.
El pueblo se volvió a llenar con sus risas y sus juegos, como tenía que ser.