Había una vez un bosque mágico en el que crecían todo tipo de árboles: de hoja perenne, de hoja caduca, de hojas grandes, de hojas pequeñas y así, todas las diferencias que se puedan imaginar.
Con el paso del tiempo, todos los árboles fueron creciendo, haciéndose cada vez más altos y con troncos más grandes. Todos menos Verdecín, que se había quedado chiquitín.
Todos los árboles se reían de Verdecín, porque apenas había crecido mientras los demás se habían hecho muy grandes, incluso enormes.
—Esfuérzate más, Verdecín —le decían las ardillas.
Pero el problema no es que Verdecín no quisiera crecer.
—Vamos, Verdecín, que tú puedes —le decían los pájaros.
Pero es que Verdecín no podía crecer más deprisa.
Un día entró en el bosque un mago en busca de algunos ingredientes para sus pócimas y sus ungüentos. Iba busca la corteza de algunos árboles, resina de otros y también algunas hojas y frutos.
El mago estaba muy entretenido con su trabajo hasta que, de pronto, vio a Verdecín.
—Hola, amiguito —dijo el mago—. ¿Quién eres tú?
—Soy Verdecín, el árbol chiquitín —dijo el arbolito.
—Sí que eres chiquitín, sí —dijo el mago—. ¿Eres nuevo o algo así? Pensé que en este bosque milenario no nacían árboles nuevos.
—Yo soy un árbol milenario, como los demás —dijo Verdecín—. Pero yo no puedo crecer tan deprisa como ellos.
—-¿Milenario, dices? —preguntó el mago.
—Sí, milenario —dijo Verdecín—. Tengo miles de años de edad.
El mago lo miró con interés. Revisó cada rama, cada hoja, cada recodo del árbol. Después de un rato, el mago dijo:
—Verdecín, eres un auténtico tesoro. Tú no eres un árbol milenario. ¡Eres un bonsái milenario! ¡Eres único! ¡Eres una maravilla de la naturaleza!
—¿De verdad? —preguntó Verdecín.
—¡Sí! —dijo el mago—. Dentro de ti hay más poder que en el resto de los árboles de este bosque mágico.
Todos los árboles del bosque mágico empezaron a protestar.
—¿Ese enano de ahí dices que tiene más poder que nosotros? ¡Ni hablar! Pero si no llega ni a arbusto de lo canijo que es.
Pero el mago no les hizo caso. Lo que sí hizo fue colocar su varita mágica sobre las hojas de Verdecín. En seguida, la varita se cargó de energía y empezó a brillar.
—¡Sí! —gritó el mago—. ¡Este es el bonsái mágico que tanto tiempo llevamos buscando!
El mago se fue corriendo. Pero tardó poco en volver, esta vez cargado con una pala y maceta.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntaron los árboles.
—Me llevo a este pequeñín —dijo el mago—. Voy a ser el mago más poderoso del mundo gracias a él.
—¡De eso nada! —gritaron los árboles. Y empezaron a agitar sus ramas y a levantar sus raíces. Los animalitos del bosque se colocaron alrededor de Verdecín para protegerlo.
El mago se asustó mucho. Las leyendas hablaban de la furia del bosque mágico, y no eran muy alentadoras.
—Ese canijo se queda aquí, con nosotros —gritaron los árboles—. Este es su sitio y tú no te lo vas a llevar.
El mago se marchó, asustado.
—Y no vuelvas por aquí —gritaron los árboles.
Todos los árboles se disculparon con Verdecín y prometieron no volver a meterse con él.
—Creí que no os gustaba —dijo Verdecín.
—Hemos sido unos tontos por meternos con tu tamaño —dijo uno de los árboles—. En nuestro orgullo pensamos que por ser más grandes valíamos más que tú, que eres pequeño. Pero el valor no tiene nada que ver con el tamaño. Además, eres nuestro hermano y te protegeremos siempre.
Verdecín les dio las gracias a todos. Dicen que muchos magos intentaron entrar a por Verdecín y que incluso dañaron a algunos árboles y animales para conseguirlo. Pero jamás nunca nadie llegó hasta él, porque todos los protegían, dando lo mejor de sí mismos. Porque cuando uno es grande y fuerte debe proteger a los más pequeños y los más débiles.