Había una vez un príncipe perverso y arrogante que quería conquistar todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba mientras sus tropas pisoteaban los campos e incendiaban las casas.
El príncipe pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su poder aumentaba de día en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo acompañaba. De las ciudades conquistadas se llevaba grandes tesoros.
Mandó construir magníficos palacios, templos y galerías, y cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban:
-¡Qué príncipe más grande!
Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos, ni oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas. El príncipe consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud:
-¡Qué gran príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no haya otro poder igual al mío, y no digo ya superior.
Se lanzó a la guerra contra todos sus vecinos, y a todos los venció. Dispuso el príncipe que se erigiese su estatua en las plazas y en los palacios reales. Incluso pretendió tenerla en las iglesias, frente al altar del Señor. Pero los sacerdotes le dijeron:
-Príncipe, eres grande, pero Dios es más grande que tú. No nos atrevemos.
-¡Pues bien! -dijo el perverso príncipe-. Entonces venceré a Dios.
Y en su soberbia y locura mandó construir un ingenioso barco, capaz de navegar por los aires. El príncipe, instalado en el centro de la nave, solo tenía que oprimir un botón, y mil balas salían disparadas; los cañones se cargaban por sí mismos.
A proa fueron enganchadas centenares de poderosas águilas, y el barco emprendió el vuelo hacia el Sol. La Tierra iba quedando muy abajo.
Entonces Dios envió a uno de sus innumerables ángeles. El perverso príncipe lo recibió con una lluvia de balas, que volvieron a caer como granizo al chocar con las radiantes alas del ángel.
Una gota de sangre, una sola, brotó de aquellas blanquísimas alas, y la gota fue a caer en el barco en que navegaba el príncipe. Dejó en él un impacto de fuego, que pesó como mil quintales de plomo y precipitó la nave hacia la Tierra con velocidad vertiginosa.
Se quebraron las resistentes alas de las águilas, el viento zumbaba en torno a la cabeza del príncipe.
Medio muerto yacía el príncipe en el barco, que quedó suspendido sobre las ramas de los árboles del bosque.
-¡Quiero vencer a Dios! -gritaba-. Lo he jurado, debe hacerse mi voluntad.
Y durante siete años estuvieron construyendo en su reino naves capaces de surcar el aire y forjando rayos de durísimo acero, pues se proponía derribar la fortaleza del cielo. Reunió un inmenso ejército.
L
a tropa embarcó en los buques, y él se disponía a subir al suyo, cuando Dios envió un enjambre de mosquitos, uno sólo, y nada numeroso. Los insectos rodearon al príncipe, le picaron en la cara y las manos.
Él desenvainó la espada, pero no hacía sino agitarla en el aire hueco, sin acertar un solo mosquito. Ordenó entonces que tejiesen tapices de gran valor y lo envolviesen en ellos; de este modo no le alcanzaría la picadura de ningún mosquito; y se cumplió su orden.
Pero un solo insecto quedó dentro de aquella envoltura, e, introduciéndose en la oreja del príncipe, le clavó el aguijón, produciéndole una sensación como de fuego. El veneno le penetró en el cerebro, y, como loco, se despojó de los tapices, rasgó sus vestiduras y se puso a bailar desnudo ante sus rudos y salvajes soldados, los cuales estallaron en burlas contra aquel insensato que había pretendido vencer a Dios y había sido vencido por un ínfimo mosquito.