El último sueño del viejo roble
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El último sueño del viejo roble

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A partir de 12 años
El último sueño del viejo roble Había una vez en el bosque un viejo roble. Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces soñamos. Para el árbol es diferente, pues vela durante tres estaciones, y solo duerme en invierno.

Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a la copa del roble. Después, el pobre animalito descansaba sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:

—¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura solo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.

—¿Triste? —respondía invariablemente la efímera—. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta

—Pero solo un día y todo terminó.

—¿Terminó? —replicaba la efímera—. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?

—No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.

—No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tú mueres?

—No —decía el roble—. Continúa más tiempo del que puedo imaginar.

—Entonces nuestra existencia es igual de larga, solo que la contamos de modo diferente.

Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas. Disfrutaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las flores. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por él tallo de hierba, agachaba la cabeza y se quedaba alegremente dormido. Esta era su muerte.

—¡Pobre, pobre efímera! —exclamaba el roble—. ¡Qué vida tan breve!

Y cada día se repetía la misma danza, el mismo coloquio. Se repetía en todas las generaciones de las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.

El roble había estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Se acercaba el invierno.

Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. ¡Duerme dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña.

Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar.

También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Era el roble más corpulento y hermoso del bosque. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido los pájaros. En otoño, cuando las hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Peo ahora había llegado el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él.

Fue precisamente en los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Fue esto.

El árbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido de las campanas de las iglesias, y se sentía como en un espléndido día de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendía su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban, y las efímeras danzaban como si todo hubiese sido creado solo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse.

Veía cabalgar a través del bosque gentiles hombres y damas de tiempos remotos. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres.

Un día —habían transcurrido ya muchos años—, unos alegres estudiantes colgaron una cítara y un arpa de las ramas del roble; y he aquí que ahora reaparecían y sonaban. melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentía el árbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los días de verano que le quedaban aún de vida.

Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el árbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor. Sentía crecer su fuerza. Se elevaba el tronco continuamente. La copa se hacía más densa. Y cuanto más crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevándose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.
Rebasaba ya en mucho las nubes.

Y cada una de las hojas del árbol estaba dotada de vista. Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucía como un par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niños, de enamorados, cuándo se encontraban bajo el árbol.

Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, sintió el roble un vivo afán de que todos los restantes árboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano.

Se movió la copa del árbol como si buscara algo. Miró atrás, y la fragancia de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.

Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse más rápidamente. Todo el bosque crecía y las aves seguían cantando. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter.

—Pero también deberían participar la florecilla del agua —dijo el roble—, y la campanilla azul, y la diminuta margarita.

Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.

—¡Aquí estamos, aquí estamos! —se oyó gritar.

El último sueño del viejo roble—Pero la hermosa aspérula del último verano y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de años atrás ¡qué lástima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!

-¡Aquí estamos, aquí estamos! –se oyó el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se hubiesen adelantado en su vuelo.

-¡Qué hermoso! -exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?

-En el reino de Dios todo es posible –se oyó una voz.

Y el árbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.

-Esto es lo mejor de todo -exclamó el árbol-. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.

-¡Todos!

Este fue el sueño del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años no representaban ya más que el día de la efímera.

La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas se elevaba el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente.

-¡No está el árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! -decían los marinos-. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a sustituirlo? Nadie podrá hacerlo.

Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:

Regocíjate, grey cristiana.
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!

Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.
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