Había una vez una niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos y lo pasó muy mal. Sus padres eran pobres, pero ella era orgullosa y altanera. A medida que fue creciendo se volvió peor.
-¡Una buena paliza, necesitarías! -le decía su propia madre-. De pequeña me has pisoteado muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el corazón.
Y así fue.
Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia hija, con lo que creció aún su arrogancia.
Al cabo de un año su señora le recomendó que visitara a sus padres. Y fue, pero solo a exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Pero al llegar al pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando en el estanque, y a su madre descansando sentada en una piedra la niña dio media vuelta. Se avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer ahora que iba tan lindamente vestida. No le molestó haberse vuelto, sino haberse acicalado para nada.
Transcurrió otro medio año.
-Deberías ir a tu casa a ver a tus padres -volvió a decirle su señora-. Ahí tienes un pan de trigo; puedes llevárselo. Estarán contentos de verte.
La chica se puso el mejor vestido y los zapatos nuevos. Caminaba con cuidado para no ensuciarse el calzado. Pero llegada al punto en que el sendero cruzaba un cenagal y el agua formaba un gran charco, tiró el pan al suelo, en medio del barro, para poder apoyar el pie sobre él y no mojarse los zapatos. Y mientras estaba con un pie sobre el pan y con el otro levantado, se hundió el pan y la muchacha desapareció en el agua.
La chica fue a parar a la mansión de la mujer del pantano, que habita en su fondo, que es la tía de las elfas La mujer estaba en casa. Precisamente aquel día el diablo y su abuela estaban de visita. Esta abuela es una bruja muy vieja y perversa.
Al ver a la niña, se caló las gafas y la examinó con atención.
-Esta es una chica que tiene buenas prendas -dijo-. Me gustaría que me la regalaras, como recuerdo de esta visita.
Y se la dieron, con lo cual la niña fue a parar al infierno. Allí sus ropas aparecían como recubiertas de una gran mancha de barro; una culebra se le había enroscado en el pelo y se columpiaba sobre su pescuezo, y de cada pliegue del vestido salía un sapo, que ladraba como un perrillo asmático. Resultaba muy molesto.
-Cuantos están aquí tienen un aspecto tan horrible como yo-, se dijo para consolarse.
Pero lo peor era el hambre espantosa que la atormentaba. ¿No podía bajarse a coger un poco del pan que le servía de base? Pues no, pues tenía todo el cuerpo como una columna de piedra. Solamente podía mover los ojos.
-Como esto se prolongue, no podré resistirlo –dijo-. Pero no había más remedio que aguantar, y el tormento continuaba.
Cayó entonces sobre su cabeza una lágrima ardiente que fue a parar sobre el pan; y luego otras lágrimas, y otras muchas. ¿Quién lloraba por ella? ¿No tenía acaso una madre en la Tierra? Las lágrimas de dolor que una madre derrama por sus hijos, alcanzan siempre a éstos, pero no los redimen; queman y sólo contribuyen a aumentar sus sufrimientos. Y luego aquel hambre insufrible, sin poder llegar al pan que tenía bajo el pie. Al fin experimentó la sensación de tener consumidas todas las entrañas y ser como una delgada caña hueca que captaba todos los sonidos. Oía claramente cuanto sobre ella decían en la Tierra, todas palabras duras y de censura. Su madre lloraba lágrimas salidas de su afligido corazón, pero exclamaba al mismo tiempo:
-¡La soberbia trae la caída! Esta fue tu desgracia, hija. ¡Cómo afligiste a tu madre!
Todos los de allá arriba conocían su pecado, sabían que había pisoteado el pan y que se había hundido y desaparecido. El pastor, que lo había visto todo desde una altura, lo había contado.
Un día que la roían como de costumbre la ira y el hambre, oyó que pronunciaban su nombre y contaban su historia a una criaturita inocente, una niña, la cual prorrumpió en llanto al escuchar la narración sobre aquella niña soberbia y coqueta.
-¿Y nunca más volverá a la Tierra? -preguntó la chiquilla.
Y le respondieron:
-Nunca más.
-Pero, ¿y si pidiese perdón y prometiese no volver a hacerlo?
-Pero es que no quiere pedir perdón -contestaron.
-¡Oh, yo quiero que se arrepienta! -exclamó la pequeña, desconsolada-. Daría toda mi casa de muñecas a cambio de que pudiese volver.
Aquellas palabras llegaron al corazón de la niña, que sintió un gran alivio. Una niñita inocente lloraba y rogaba por ella; le pareció tan maravilloso, que también ella habría llorado.
En la Tierra iban transcurriendo los años, pero allá abajo nada cambiaba. Solo que cada día llegaban a sus oídos menos conversaciones acerca de ella. Una vez distinguió un suspiro:
-Hija -era su madre moribunda-, ¡cuántas penas me has costado!
Y he aquí que la niña oyó otra vez pronunciar su nombre, y al mismo tiempo vio que sobre ella centelleaban dos estrellas. Eran dos ojos dulces, que se cerraban sobre la Tierra. Habían pasado tantos años desde que la niñita había llorado inconsolable por su suerte de que aquella criaturita se había transformado en una anciana, a quien Dios se disponía a llamar a su seno. Y en el preciso momento en que sus pensamientos se desprendían de toda la vida terrena para elevarse al cielo, se acordó de que, siendo muy niña, había llorado al oír la historia de la niña que tiró el pan para no ensuciarse los zapatos. Aquel tiempo y aquella impresión se presentaron con tal intensidad en el alma de la anciana a la hora de la muerte, que, en voz alta, rezó esta oración:
-Señor, ¡cuántas veces no he pisoteado, como aquella niña, los dones de Tu gracia sin detenerme a pensarlo! ¡Cuántas veces he pecado de soberbia, y, sin embargo, Tú, en tu misericordia, no has permitido que me perdiera, sino que me has sostenido! ¡No me abandones en mi última hora!.
L
os ojos de la anciana se cerraron, y los ojos de su espíritu se abrieron al mundo de las cosas ocultas. Y como aquella niña había ocupado sus últimos pensamientos, la vio. Sus lágrimas y oraciones resonaban como un eco en la hueca envoltura de allá abajo y se sintió como vencida por aquel amor de que inesperadamente era objeto: un ángel del Señor lloraba por ella.
El alma atormentada pasó revista a todas las acciones de su existencia terrena, y la sacudió un torrente de lágrimas. La invadieron una gran aflicción y tristeza, le pareció que nunca se abrirían para ella las puertas de la gracia. De repente un rayo de luz penetró en el infierno y se fundió en la figura petrificada de la niña. Un pajarillo se elevó volando hacia el mundo de los humanos, pero retrocedió ante el espectáculo que veía. Sentía vergüenza de sí mismo y de todos los seres vivos, y se apresuró a buscar un refugio en un agujero oscuro. Se quedó allí sin articular un sonido, pues carecía de voz. Permaneció inmóvil largo rato antes de poder acostumbrarse a toda aquella magnificencia y de ser capaz de comprenderla. Sí, era magnífico lo que te rodeaba. ¡Cuánto amor y cuánta grandeza había en todo lo creado!
Todos estos pensamientos que se agitaban en el pecho del avecilla, habría querido exteriorizarlos, pero no podía. Aquellas canciones sin palabras fueron creciendo. Romperían al primer aletazo de una buena acción. Era necesario que esta buena acción se realizase.
El invierno era riguroso y las aves y demás animales del bosque apenas encontraban alimento. Nuestro pajarillo salió volando a la carretera y encontró un granito aquí y otro allí. Descubrió un mendrugo de pan, del cual comió sólo unas miguitas, y fue a llamar a los demás gorriones hambrientos para que participasen del festín. Después salió volando hacia las ciudades, y donde quiera que descubría en una ventana migas de pan comía unas pocas y daba el resto a los demás.
En el curso del invierno, el pájaro había recogido y repartido una cantidad de migas equivalente en peso al pan que un día pisoteara la niña para no ensuciarse los zapatos. Y en el momento en que hubo encontrado y dado la última miguita, las alas pardas de la avecilla se volvieron blancas y se extendieron. Tenía un brillo tan intenso, que era imposible seguirla, y se perdió de vista. Los niños dijeron que se había ido al sol.