Corría el año 1759. Era pleno verano en la villa de Madrid, donde la corte real se había instalado hacía ya dos siglos. El rey Carlos acababa de tomar posesión del trono de España, tras la muerte de su hermano Fernando VI.
Hasta su subida al trono, Carlos III de España había vivido en Italia, donde habían nacido sus trece hijos. Cuando se mudó a Madrid, en diciembre de 1759, Carlos no se encontró una ciudad hermosa y limpia, como cabría esperar del lugar donde residía la corte, sino una ciudad sucia y de aspecto miserable.
-¡Qué vergüenza! -exclamó Carlos al atravesar la villa-. Esto no se puede llamar calles. ¿Cómo es posible albergar tanta suciedad?
Las calles de la villa madrileña mostraban un aspecto dramático. Costaba avanzar a través del barrizal. El olor de la basura y los excrementos que se acumulaban en las calles era insoportable. Aunque lo que sin duda más sorprendió al monarca fue encontrarse las calles tomadas por los cerdos.
-¡Esto es una pocilga! -exclamaba el rey, una y otra vez, tapándose su real nariz con un fino pañuelo perfumado.
Una de las primeras medidas que tomó el rey Carlos III fue, precisamente, arreglar y limpiar las calles de la villa.
El rey Carlos III reunió a su Consejo Real para que le explicaran por qué las calles no se limpiaban. Esta fue la respuesta que obtuvo:
-Majestad, las calles sí se limpian. Por las noches, un grupo de hombres recorre las calles con unos carros bajos, sin ruedas, tirados por mulas. Hombres con hachas caminan junto a los carros, delante y detrás, para proteger a los que, con escobas, arrastran la suciedad al carro. No hay luz en la calles y es peligroso, pues no faltan ladrones en las calles. Los madrileños llaman a esto “la marea”.
-¿Qué pasa con toda esa inmundicia que arrastran los carros? -preguntó el rey.
-Majestad, todo lo recogido se vierte en las alcantarillas que hay al final de la villa.
-Pero, ¿ahí no vive gente? -preguntó el rey.
-Sí, majestad, los más desafortunados, sin duda.
-Y, ¿qué pasa con los cerdos? -preguntó el rey. Pero no hubo respuesta-. Esto ha de cambiar. La ciudad debe estar limpia. Lo que se hace no basta.
Poco tardó Carlos III en presentar un proyecto de reforma de la villa. El Consejo aprobó tal reforma que, sin duda, mejoraría no solo la presencia de las calles, sino también la calidad de vida de los madrileños.
-Que empiecen cuanto antes las labores de limpieza -dijo el rey-. Quiero las calles empedradas para que sean más fáciles de limpiar. Todo aquel que posea una casa debe embaldosar urgentemente el frente y los costados de su propiedad. También es urgente colocar canales en toda la anchura del río y construir conductos para evacuar las aguas sucias procedentes de la cocina y la limpieza. Las agua mayores deberán evacuarse a través de sumideros o pozos. No quiero volver a ver en las calles nada de esto. Y las basuras recogidas se depositaran lejos de la villa. También quiero que en todas las calles se coloquen faroles para iluminar la noche.
El rey ya se retiraba cuando, de pronto, recordó algo importante:
-¡Ah! Se me olvidaba. ¡No quiero volver a ver un solo cerdo campando a sus anchas por las calles de Madrid!
Cuando los madrileños recibieron la noticia de la reforma no daban crédito. A nadie le gustaba la idea propuesta. ¡Con lo cómodo que era tirar todo a la calle y que luego pasaran a recogerlo! ¿Y lo de empedrar las calles? ¿Cómo se iba a enterrar la suciedad entonces?
Cuando el rey Carlos III se enteró de las quejas de sus súbditos exclamó:
-Mis vasallos son como los niños: lloran cuando se les lava…
Poco le importó a Carlos III lo que opinaba el pueblo, pues él estaba decidido a transformar aquella villa sucia y maloliente y a sacar de ella a los cerdos, cuyo lugar no estaba entre las personas. Este fue el primer paso para convertir a Madrid en una hermosa ciudad, digna de ser la capital del reino.