Ponchi era un canario común, de plumas amarillas y pequeño pico reluciente. Tenía un año y vivía en un criadero de aves domésticas. Le acompañaban muchos otros de su especie pero también periquitos, cacatúas, agapornis, loros y ninfas.
Todos y cada uno de sus compañeros tenían brillantes plumajes. La verdad es que, unos mejor que otros, pero todos sabían cantar. Eso sí, los loros y las cacatúas preferían parlotear con los clientes del criadero y los cuidadores. Pero de vez en cuando canturreaban. Ponchi, en cambio, no podía. Se daba por sentado que todos los canarios sabían cantar. De hecho, la mayoría de las personas elegían un canario antes que otro ave precisamente por eso, por las alegres melodías que emitían desde sus jaulas.
Pero como decimos, Ponchi, era incapaz de pronunciar una sola nota. Eso le ponía inmensamente triste porque además algunos pájaros crueles se burlaban de él. Decían que si no podía cantar no servía para nada y que nadie se lo llevaría a casa. Ponchi escuchaba esas duras palabras y se sumía en una profunda tristeza. Pensaba que todos sus compañeros se irían yendo y él se quedaría solo y desamparado en el criadero.
Un día, el responsable del recinto llamó al veterinario inquietado por aquel canario mudo. Tras examinarlo, el especialista llegó a la conclusión de que aquel pajarillo no podría cantar nunca por un problema de nacimiento. No obstante, descubrió que sus patitas eran más largas de lo normal y que, gracias a ellas, podría hacer volteretas y piruetas.
Tras la visita d
el veterinario, el dueño del criadero situó a Ponchi en una jaula privilegiada anunciándolo como el canario acróbata. Le enseñó a hacer acrobacias y gracias a eso pronto una familia se lo llevó a su casa. Tuvo mucha suerte porque le tocó vivir en una jaula gigante que incluso tenía pequeños árboles dentro. Ponchi descubrió que, aunque no pudiese cantar, tenía otro tipo de habilidades. Que no todos los canarios tenían que ser iguales y que la diversidad era una de las cosas más maravillosas de la vida.