En Villar de las Galletas todo el mundo estaba revuelto. Las famosas galletas que se hacían en la dulcería local habían desaparecido.
— ¡No puede ser! —exclamó Pedro, el policía más joven de la ciudad, mientras miraba la vitrina vacía—. Pero ¡si nunca pasa nunca nada este lugar!
—Guau, guau —ladró, Rufus, un viejo perro policía con bigote blanco y cara de no haber roto un plato, olfateaba el suelo.
Rufus había dejado el servicio activo, pero aún tenía un olfato envidiable.
De repente, un hombre de aspecto torpe y con migas en su camisa, pasó corriendo por delante de la panadería.
— ¡Ese debe ser el ladrón! —gritó Pedro, y comenzó a correr tras él.
Sin embargo, aquel no era muy bueno escapando. Tropezó con una piedra que había en el camino y cayó al suelo, haciendo rodar un montón de galletas que llevaba en el bolsillo.
Pedro estaba a punto de ponerle las esposas cuando Rufus, con una mirada sabia, olfateó las galletas y ladró en desacuerdo.
—¿Qué dices? —preguntó Pedro.
—Dice que esas no son las galletas robadas —dijo un hombre que salió de entre las sombras.
—Capitán Marcos —dijo Pedro—. Es un honor conocerlo. Pensé que se había jubilado.
—Rufus me sacó de la cama en cuanto escuchó el revuelo —dijo el capitán Marcos—. Déjame ver esas galletas.
El capitán Marcos probó una galleta.
—Efectivamente, estas no son —dijo—. Tienen demasiada canela y les falta el toque de vainilla que las hace únicas.
—¿Se puede saber por qué huías tú? —preguntó Pedro al portador de las galletas.
—Me dio miedo el perro —se disculpó el hombre—. Escuché lo del robo y, como llevaba el bolsillo lleno de galletas…
—¿De dónde han salido? —preguntó Pedro.
—Se lo diré sin no me detienen.
El gruñido del perro no le dejó otra opción a aquel muchacho
—Vale, vale. Iba a dar el cambiazo. Pero no llegué a tiempo. Alguien se había llevado las galletas ya.
—¿Quién? —preguntaron Pedro y el capitán Marcos a la vez, acompañados de un ladrido del perro.
—Vi a unas ardillas salir del lugar de los hechos, con los carrillos bien hinchados.
— ¡Así que las ardillas son las verdaderas ladronas! —exclamó Pedro.
—Si nos ayudas pasaremos por alto tu intento de robo —dijo Pedro—. Al fin y al cabo, no has podido ni siquiera intentarlo.
—Está bien, ayudaré —dijo.
Entre Pedro, el capitán Marcos y el portador de las galletas falsas colocaron nueces en el parque como señuelo y esperaron.
Las ardillas no tardaron en aparecer.
Rufus siguió el rastro hasta su escondite. Cuando por fin dieron con ellas, no quedaban más que migas de las galletas.
—Me temo que no podremos recuperar ninguna —dijo Pedro.
—Lo único que podemos hacer es reforzar las medidas de seguridad —dijo el capitán Marcos.
—O ayudar a las ardillas a encontrar comida más fácilmente —dijo el de las galletas en el bolsillo—. Las pobres están hambrientas.
Villar de las Galletas siguió como estaba. La dulcería local siguió haciendo galletas y la gente volvió a la vida normal, pero con una diferencia: el de las galletas se dedicó a alimentar a las ardillas y a todos los animalillos de los parques. Y, para que no se aburrieran, les dejaba la comida en lugares difíciles de alcanzar.
Y todo ello bajo la atenta mirada de Rufus, que no perdía de vista a las ardillas. Ni al de las galletas. Por si acaso.