Había una vez un colegio que siempre tenía unas cuantas ventanas con los cristales rotos. No había día que no fuera el cristalero a cambiar algún cristal al despacho del director, al del jefe de estudio, a la sala de profesores, la biblioteca, los laboratorios o en algún pasillos.
El caso era que la policía no podía coger a los gamberros, porque era una cosa de los chicos y chicas que iban al colegio. Era como una especie de reto, de apuesta, y entre ellos se tapaban para que nadie les pillara.
La fama del colegio de los cristales rotos llegó a muchos lugares, y cada vez más gente se acercaba hasta allí a ver el estropicio. Y así, poco a poco, algunos de los visitantes decidieron colaborar, y empezaron a lanzar piedras para romper más cristales.
El problema es que los visitantes lanzaban piedras contra cualquier cristal. Y así fue como, un día, el colegio amaneció con los cristales rotos. Pero no era una mañana cualquier, sino una muy frío.
Los alumnos tuvieron que quedarse en el patio, mientras los operarios retiraban los cristales. Al principio a todos les pareció muy divertido. Pero hacía tanto frío que les duró poco.
Pero lo peor llegó después. Al día siguiente, cuando llegaron la colegio, los alumnos vieron que había paneles de madera en las ventanas. Y cuando entraron en sus clases y los profesores quitaron los paneles se encontraron con que no había cristales.
En todas las aulas los profesores explicaron lo mismo:
-Como no os gustan los cristales, hemos decidido prescindir de ellos. De ahora en adelante no se repararán más las ventanas.
El revuelo fue tremendo. Unos empezaron a culpar a otros, a acusarse y airear todo tipo de trapos sucios.
Así, durante varios días, los alumnos experimentar las consecuencias de sus actos. Y cuando ya parecía que el colegio se iba a quedar así, una día ya tenía cristales en todas las ventas. Pero ni uno volvió a aparecer roto otra vez.