El día que nació una nación
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El día que nació una nación

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El día que nació una nación Caleb estaba nervioso. Era su primer día trabajando como aprendiz en la gran sala del Congreso en Filadelfia, y le habían pedido que llevara agua a los hombres más importantes de las colonias. La sala estaba llena de señores con trajes oscuros, pelucas blancas y rostros serios. Había una sensación extraña en el aire, como si algo grande estuviera a punto de suceder.

Desde la esquina de la sala, Caleb observaba con atención. No podía creer que estuviera tan cerca de hombres como Thomas Jefferson, John Adams y Benjamin Franklin, que eran como héroes para él. Ellos estaban sentados alrededor de una mesa larga, y todos hablaban con pasión. Caleb no entendía todo lo que decían, pero sabía que estaban discutiendo algo muy importante: la libertad.

—Ya no podemos seguir obedeciendo al rey de Inglaterra —decía John Adams con firmeza, golpeando la mesa suavemente—. ¡Es el momento de ser independientes, de crear nuestras propias leyes!

Thomas Jefferson, que tenía una mirada tranquila, pero decidida, asintió mientras leía el pergamino que tenía en las manos. Lo había escrito él mismo. Eran palabras que cambiarían el destino de todos.

—Estas palabras —dijo Jefferson— explican por qué debemos ser libres, por qué todos los hombres tienen derechos que no se pueden quitar. Libertad, justicia, igualdad.

Caleb escuchaba cada palabra con el corazón latiéndole fuerte. Nunca había escuchado hablar de la libertad de esa manera, y algo en su interior le decía que estaba viviendo un momento que sería recordado para siempre.

Los hombres continuaron discutiendo durante horas. Algunos no estaban del todo convencidos.

—Si rompemos con el rey —dijo uno de los delegados—, ¡puede haber guerra!

—Puede que la haya —respondió calmadamente Benjamin Franklin, el hombre más sabio de todos—, pero es un riesgo que debemos correr si queremos ser libres.

La sala se llenaba de murmullos. Caleb notó que algunos delegados miraban el suelo, como si estuvieran pensando en sus familias, en sus tierras... en lo que pasaría si perdían todo.

Finalmente, Thomas Jefferson se levantó y con voz solemne dijo:

—Hoy decidimos algo muy importante. Decidimos ser una nación libre. Si firmamos este documento, estaremos diciéndole al mundo que no seremos gobernados por otro país, sino por nosotros mismos.

El silencio llenó la sala. Los hombres se miraron unos a otros y, poco a poco, comenzaron a acercarse a la mesa. Uno por uno, tomaron la pluma y firmaron el pergamino. Caleb, desde la esquina, sentía un nudo en el estómago. Sabía que estaba viendo algo increíble.

Pero justo cuando pensaba que todo había terminado, una pregunta comenzó a rondar en su cabeza. Era una pregunta pequeña, pero importante. Juntando todo su valor, Caleb levantó la mano tímidamente.

—Disculpen... —dijo con la voz temblorosa.

Todos los ojos en la sala se volvieron hacia él. Caleb tragó saliva y continuó:

—Si firmamos esto, ¿realmente todos seremos libres? ¿Significa que todos podrán hacer lo que quieran sin miedo?

Los delegados se miraron sorprendidos. Era una pregunta sencilla, pero muy profunda. Thomas Jefferson lo miró con una sonrisa suave.

—Eso esperamos, joven Caleb —dijo—. Estamos firmando este documento para que todos tengamos los mismos derechos, para que nadie viva con miedo ni bajo el control de un rey lejano.

âEl día que nació una nación€”Pero —interrumpió Benjamin Franklin—, también debemos recordar que la libertad no solo es un derecho, sino una responsabilidad. No podemos hacer lo que queramos sin pensar en los demás. La verdadera libertad viene cuando cuidamos unos de otros.

Caleb asintió. Las palabras de Franklin lo hicieron pensar. La libertad era algo grande y poderoso, pero también significaba actuar con bondad y respeto hacia los demás.

Cuando la última firma fue puesta en el pergamino, un suspiro de alivio recorrió la sala. Los hombres se levantaron y se estrecharon las manos. Habían tomado una decisión que cambiaría el curso de la historia.

Afuera, las campanas comenzaron a sonar, anunciando al pueblo que las colonias de América eran ahora libres e independientes. Caleb salió a la calle junto con los delegados y vio cómo la gente celebraba. El aire se llenaba de esperanza, y aunque no sabía exactamente cómo sería el futuro, Caleb se sintió orgulloso de haber sido parte de ese día.

Porque ahora lo entendía: la libertad no solo era para unos pocos, sino para todos. Y aunque el camino sería difícil, ese 4 de julio de 1776, Caleb y toda América empezaban una nueva vida.
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