Había una vez un gigante que vivía oculto en una casa construida dentro de una cueva en una gran montaña. Con mucho esmero, el gigante había puesto un suelo de madera para igualar el piso y había construido una fachada con ventanas y una gran puerta para aislarse del frío en invierno y evitar que nadie invadiera su hogar.
Durante el invierno, el gigante no podía salir de su casa debido a la nieve. Por eso, durante la primavera y el verano el gigante se dedicaba a recoger granos, frutos y hierbas y las almacenaba para pasar el invierno. También recogía leña para calentarse y compraba leche para hacer queso.
Una día de primavera, cuando el gigante llegó a casa, descubrió unos pequeños agujeros en el suelo de madera. El gigante observó y vio que una familia de ratones se había instalado bajo su suelo. El gigante no le dio importancia, y siguió a lo suyo, como siempre.
Al día siguiente, al llegar a casa, observó que el saco que usaba tenía un pequeño agujero por el que se iban cayendo algunos frutos y granos. El gigante no le dio mucha importancia. Vació el saco, lo cosió y volvió a bajar a por más.
Pero al día siguiente, cuando regresaba, descubrió que el agujero estaba ahí de nuevo. Lo volvió a coser, pero al día siguiente volvió a pasar lo mismo.
Así estuvo varios días hasta que descubrió que los ratones hacían el agujero cuando él dejaba el saco en el suelo para abrir la puerta y así coger los frutos que se caían al suelo.
-¡Ay, picarones! -dijo el gigante-. Si no me volvéis a romper el saco os dejaré un puñado de frutos para vosotros cada vez que traiga uno.
Cuando al día siguiente el gigante comprobó que su saco no estaba roto cumplió su palabra y dejó un gran puñado de frutos en el suelo. En cuanto el gigante se escondió, los ratones cogieron lo que les había dado y se escondieron de nuevo.
En otra ocasión, el gigante observó que las migas de pan y restos del queso que caían al suelo desaparecían en cuanto se levantaba de la mesa para ir a buscar algo con que limpiarlos. El gigante no le dio importancia y siguió como siempre.
Pero un día vio que los muchos de los quesos que almacenaba estaban mordisqueados. Y era una lástima, porque así los quesos se estropearían antes. El pan también estaba mordido y había muchos agujeros.
-¡Ay, picarones! -dijo el gigante-. Si no volvéis a mordisquear mis quesos y mi pan os cortaré unos trocitos para vosotros todos los días.
En cuanto los ratones vieron que el gigante dejar trozos de pan y de queso junto a las migas de su almuerzo no volvieron a mordisquear la comida del gigante.
Finalmente llegó el invierno. El gigante seguía dejando los restos de comida a los ratones y le ponía un poco más para que no pasaran hambre. Pero ese año fue mucho más largo de lo habitual, y el gigante empezó a quedarse sin comida.
Los ratones, al darse cuenta de que el gigante les dejaba menos comida, salieron a ver qué pasaba. Entonces descubrieron que la despensa estaba casi vacía.
Los ratones, preocupados por su amigo el gigante, decidieron ayudarle para que no muriera de hambre. Y así, todas las noches, los ratones salían de su escondite y subían a la mesa del gigante frutos, granos y trocitos de queso y de pan que habían almacenado gracias a la generosidad del gigante.
El gigante se sintió muy afortunado de tener tan bueno compañeros. Y así siguieron conviviendo por muchos años.