Había una vez una ciudad en la que había un ladrón que se dedicaba a robar mascarillas. Y las robó todas, hasta que no quedó ni una. Ni grandes ni pequeñas, ni desechables ni de tela.
El ladrón primero empezó a robar las mascarillas en las farmacias. Cuando en las farmacias dejó de haber mascarillas el ladrón empezó a robar las mascarillas del hospital y del centro de salud. Cuando allí ya no quedó ninguna empezó a robar mascarillas casa por casa.
La policía no sabía qué hacer. ¡Era una locura! Las mascarillas eran muy importantes. Sin ellas los médicos no podían atender a los pacientes, mucha gente no podía trabajar y eran necesarias para muchas personas con una salud débil. Los que parecían más contentos eran algunos niños, porque sin mascarillas no podían ir al cole. Aunque algunos estaban muy tristes, porque en el cole se lo pasaban muy bien.
-Seguro que el ladrón vende las mascarillas en el mercado negro -dijo un policía.
-Y no puede ser muy lejos, porque todos los días roba alguna partida de mascarillas -dijo otro policía.
-A lo mejor se la da a alguien para que las venda más lejos -comentó otro.
-Aún así tiene que hacer el intercambio aquí cerca -dijo el capitán de policía, que hasta entonces había estado escuchando.
La policía montó dispositivos de vigilancia por toda la ciudad, tanto en el interior como en las salidas. Registraron todos los vehículos, pero no encontraron nada.
-A lo mejor las distribuye a través de comercio electrónico -se le ocurrió a un policía.
Para comprobarlo, la policía comprobó todos los sobres y paquetes que salían de la ciudad. Pero tampoco hallaron nada.
-Solo nos queda registrar la ciudad puerta por puerta, palmo a palmo, aunque tengamos que llegar hasta el fondo de las alcantarillas -dijo el capitán.
-Pero tendremos que poner vigilancia, capitán, no siendo que el ladrón se asuste y trate de huir -dijo el sargento.
-Bien pensado -dijo el capitán-. Hay que organizarse. Y rápido. A este paso el ladrón nos va a robar hasta las bufandas y los pañuelos de papel.
Tras varias semanas buscando al final encontraron el alijo: miles y miles de mascarillas amontonadas en un almacén. Y allí estaba el ladrón, tan tranquilo, con tres mascarillas puestas, y otra más que se puso cuando un policía se acercó a él.
-¿Por qué ha robado usted todo esto? -le preguntó el capitán-. ¿No se da cuenta de que estas mascarillas son muy necesarias? ¿No ve usted el daño que está causando?
El ladrón empezó a hacer cosas raras y a hablar sin sentido. Solo se le entendía algo así como “a mí no me van a pillar, a mí no”.
-Capitán, parece que este hombre ha perdido el juicio -dijo el sargento-. ¿Se habrá vuelto loco?
-Sí, habrá que tratarlo -dijo el capitán-.
El ladrón se había obsesionado tanto con las mascarillas que no quería quedarse sin ellas, así que las robaba para tenerlas de reserva, por si acaso. No quería venderlas, solo ser prevenido.
Cuando consiguieron quitarle la mascarilla y que respirara un poco de aire puro se tranquilizó y se lo contó todo a la policía.
Afortunadamente, muchas de las mascarillas robadas se pudieron aprovechar, porque el ladrón ni siquiera había abierto las cajas y las tenía muy bien almacenadas.