Pancho era un niño tan llorón que cuando se levantaba por las mañanas de la cama ya estaba llorando. Nadie entendía de dónde sacaba Pancho fuerzas para llorar tanto, ni de dónde salían tantas lágrimas, porque con todas las que echaba podrían llenarse dos cubos grandes de agua al día.
A algunos niños les hacía tanta gracia que Pacho fuera tan llorón que aprovechaban cualquier cosa para hacerle llorar. Solo tenían que decir “Mira, ahí viene Pancho el llorón” para que el niño arrancara a llorar.
Y llorando se pasaba casi toda la mañana en el colegio. Y buena parte de la tarde, porque Pancho comía en el comedor escolar y luego entrenaba con el equipo de la clase para las competiciones del fin de semana. Aunque entrenar, lo que se dice entrenar, entrenaba poco, porque casi todo el entrenamiento se lo pasaba llorando.
Cuando llegaba a casa a media tarde, Pancho volvía a llorar mientras le contaba a su madre lo mal que le había ido el día. Ni su madre ni su padre sabían qué hacer. Lo habían probado todo, pero nada había dado resultado.
Un día, Pancho se levantó llorando, como todas las mañanas.
-¿Qué te pasa esta mañana, Pancho? -preguntó su padre sin mucho interés-. ¿Has soñado con fantasmas o es que tienes frío? A ver, no, hoy nos toca que la vecina ha hecho mucho ruido al levantarse. No, no, espera, creo que lo que te pasa es que… ¡te duele la barriga! Eso es, dolor de barriga, es lo que toca el primer jueves de mes, que es hoy.
Pero Pancho no contestó. Siguió llorando mientras se retorcía en el suelo llevándose las manos a la barriga.
Como sus padres estaban tan acostumbrados a sus numeritos y sus llantos no le dieron mayor importancia y llevaron a Pacho al colegio, como un día más.
Cuando Pancho entró por la puerta, llorando como nunca, todos los niños empezaron a reírse, retorciéndose como hacía Pancho, pero retorciéndose de la risa.
-Hola, niños -saludó la maestra-. Vaya, Pancho, sí que has empezado hoy pronto con tus lloriqueos. Será mejor que salgas un poco al pasillo hasta que se te pase.
Pancho se levantó para salir, pero se mareó y se cayó al suelo.
La maestra corrió a ayudarle. Al tocarle notó que tenía mucha fiebre y que su tripa estaba dura como una tabla.
-Hay que llamar a emergencias -dijo la maestra.
L
a ambulancia llegó enseguida.
-Esto parece una apendicitis -dijo el médico de emergencias-. Hay que llevar a este niño rápidamente al hospital.
Efectivamente, Pancho tenía apendicitis y tuvieron que operarlo de urgencia. Cuando despertó de la anestesia allí estaban sus padres.
-¿Qué tal estás, hijo? -preguntó su madre.
-Con ganas de llorar, pero casi que me las aguanto -dijo el niño-. La próxima vez que me oigáis llorar será por algo serio.
-Parece que tú solo te has dado cuenta que no se puede llorar por todo, porque si pasa algo de verdad nadie te va a hacer caso -dijo papá.
-Ya lo he visto, y eso que me lo habíais avisado muchas veces -dijo Pancho.
Desde ese día Pancho no volvió a llorar por tonterías, por mucho que le provocaran. Parece que aprendió la lección.