A Julio le encantaban las castañas. Eran sus frutos secos favoritos. Le gustaba comerlas crudas, asadas, cocidas, confitadas o en almíbar. De todas las formas posibles. De hecho, si le dejasen, las comería a todas horas. Cada año, Julio esperaba impaciente la época de las castañas.
Desde octubre y hasta mediados de diciembre, muchos fines de semana iba con sus primos al bosque a coger bolsas y bolsas que después repartía entre los vecinos. Muchas veces en su casa las usaban para preparar mermelada o crema para rellenar las tartas.
A veces montaba un pequeño puesto en la entrada de su casa y vendía cucuruchos de castañas asadas a las personas que pasaban por la calle. Como las vendía muy baratas casi todo el mundo le compraba y enseguida tenía que ir a casa a asar más. Le encantaba pasar las tardes así, disfrutando del olor de las castañas al salir del horno y charlando con la gente que se detenía en su pequeño puesto callejero.
Un día, recorriendo el interior del bosque en busca de castañas, Julio encontró algo muy extraño: un montón de erizos, la parte de fuera de la castaña, la que está plagada de pinchos. Lo realmente sorprendente fue que estaban vacíos. Julio sabía que cada erizo solía tener más o menos 2 o 3 castañas. Pero estos con los que se encontró estaban huecos. Ni rastro de las castañas que había ido a buscar.
Julio, que había ido al bosque con su primo y su tío Pablo, fue rápidamente a avisarles. Pronto pudieron ver lo mismo que había descubierto el niño. Ninguna castaña, ni en el suelo ni en los árboles. Fueron a avisar al guardabosques. Le explicaron lo que pasaba y le pidieron que les ayudase.
E
l hombre les comentó que a veces las ardillas se llevaban muchas castañas, pero que en este caso era raro, porque no había ninguna. Llamó a la policía porque el bosque era muy grande para recorrerlo él solo. Al cabo de 3 horas mirando en cada rincón, encontraron la respuesta a todo el misterio. Una nueva fábrica de dulce de castañas se las había llevado todas para aumentar la producción. Habían empezado a vender su dulce en otros países y tenían que fabricar muchos tarros al cabo del día.
Al final, los dueños de la fábrica entendieron que no podían llevarse todas las castañas del bosque porque la gente del pueblo también quería cogerlas. Llegaron a un acuerdo para repartirlas. Un acuerdo justo para todos que a Julio le permitió volver a comer castañas cada otoño y a pasar tardes divertidas en el bosque recogiéndolas.