Pepita estaba muy contenta. Era el día de su cumpleaños. Y para celebrar que ya tenía 6 años había comprado piruletas para todos sus compañeros de clase.
Esa mañana, Pepita llegó a clase la primera y dejó la bolsa con las piruletas en el armario de clase para repartirlas al volver del recreo. Quería darle una sorpresa a sus compañeros.
Nada más esconder la bolsa empezaron a llegar algunos de sus compañeros.
- Hola Lucía, hola María, hola Fernando, buenos días -dijo Pepita.
- ¡Buenos días! -contestaron los tres a la vez.
- ¿Dónde está Abel? -preguntó Lucía-. Me ha parecido verle por la calle delante de mí.
- Pues todavía no ha llegado -dijo Pepita-. Por cierto, ¿sabéis que hoy es mi cumpleaños?
- ¿De verdad? ¡Muchas felicidades! -contestaron todos los niños.
Poco a poco fueron llegando el resto de los niños a clase. El último en llegar fue Abel.
- Abel, hoy es mi cumpleños -dijo Pepita muy contenta.
- Felicidades -contestó él. Y se sentó enseguida.
El día fue bien, y en el recreo todos los niños lo pasaron fenomenal. Jugaron a muchos juegos juntos y cantaron todas las canciones de cumpleaños que se sabían.
Pero al regresar a clase, Pepita descubrió que las piruletas no estaban en donde ella las había dejado.Pepita, muy disgustada, se lo dijo a la maestra. La maestra preguntó si alguien sabía algo.
- Todos hemos estados juntos en el patio jugando -dijo Pepita.
- ¿Todo el tiempo? -preguntó la maestra.
- Bueno algunas hemos ido al baño -dijo Lucía.
- Si claro, pero el baño de las chicas está al lado de la clase -dijo Abel-. Podías haber aprovechado un momento en el que no pasaba nadie y entrar a por las piruletas.
- Pero nosotras no sabíamos que estaban las piruletas en el armario -dijo María.
- ¿Alguien te ha visto guardar las piruletas en el armario? -preguntó la maestra.
- No señorita. Estaba yo sola -respondió Pepita.
Entonces, a Lucía se le ocurrió algo.
- Abel, te ví por la calle delante de mí y te ví entrar en el colegio. Pero sin embargo has llegado el último a clase...
- ¿Qué quieres decir? -dijo Abel-. Yo no he hecho nada. No me he movido del patio en todo el recreo. Cualquiera te lo puede decir.
- Es verdad -dijeron algunos niños.
- Pero podrías haber visto a Lucía guardar la bolsa de las piruletas y…
- ¡Y qué! -gritó Abel.
- Abel -dijo la maestra-, si no has hecho nada no tienes por qué enfadarte. En cuanto a ti, Lucía, no deberías intentar acusar a un compañero sin pruebas.
En ese momento, Fernando recordó algo.
- Recuerdo haber visto a un chico de los mayores entrar a la vez que nosotros en el pasillo. Luego lo volví a ver salir cuando estaba a punto de terminar el recreo.
- Yo también lo ví -dijo Lucía-. Era ese chico pelirrojo de la clase de mi hermano mayor.
- Y lo ví hablando con Abel en la puerta de su clase por la mañana cuando llegué -continuó Fernando.
- Abel, tal vez deberías hablar con tu amigo después y preguntarle si sabe algo -dijo la maestra.
Abel contestó que así lo haría.
A la mañana siguiente, el chico pelirrojo devolvió la bolsa de piruletas.
- Siento mucho haberlas cogido -dijo-. Abel me contó que había visto a Pepita esconder algo y quise ver qué era. Cuando vi las piruletas las cogí. Pero Abel no sabía nada, de verdad, no le acuséis de algo que no ha hecho.
- Abel, deberías haber sido sincero y decir que habías visto a Pepita guardar algo -dijo la maestra.
- Lo siento -respondió-. Pensé que me acusaríais.
- Espero que todos hayamos aprendido hoy el valor de la sinceridad y a no acusar a los demás sin estar seguros -dijo la maestra-.
- ¿Repartimos las piruletas? -dijo Pepita.
- ¡Sí! -gritaron todos.
Y así es como se resolvió el misterio de las piruletas y como todos descubrieron el valor de la confianza y la sinceridad.