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En la escuela de los Colores Vivos, todo era normal… hasta que un día apareció el Lápiz Infinito.

Era largo, brillante, con una punta siempre afilada y un color dorado que brillaba bajo el sol de la ventana. La señorita Clara lo encontró sobre su escritorio una mañana, sin saber de dónde había salido.

—Parece mágico —dijo Vera con los ojos abiertos como platos.

—¡Yo lo quiero! —gritó Dani, el más ruidoso de la clase.

—Lo usaré yo primero —dijo Leo, con una sonrisa pícara.

La señorita Clara pensó un momento y decidió dejarlo sobre la mesa, para que todos pudieran usarlo durante la semana.

Pero, entonces, ocurrió algo raro. El lápiz nunca se gastaba. No importaba cuánto escribieran, su punta seguía igual de perfecta.

—¡Es mágico! —susurraban todos por los pasillos.

Leo y Vera, curiosos como siempre, decidieron investigar.

—¿Y si tiene un hechizo? —dijo Vera mientras lo observaba con una lupa.

—O tal vez un botón secreto —añadió Leo, dándole vueltas.

Ese mismo día, siguieron al conserje Don Gregorio hasta el viejo armario de objetos perdidos. Nadie iba allí, porque chirriaba y olía a polvo.

—Don Gregorio —preguntó Leo—, ¿usted sabe algo sobre un lápiz que nunca se gasta?

Don Gregorio se rascó la barba y sonrió de lado
.
—Ah… ese lápiz. Sí. Es muy especial —respondió en voz baja—. Solo funciona con quien de verdad se esfuerza.

—¿Cómo? —preguntaron los dos al mismo tiempo.

—Si escribes sin ganas, no pinta. Si copias o no piensas, no escribe. Pero si das lo mejor de ti… entonces el lápiz te acompaña —explicó el conserje, cerrando el armario con un crujido.

Leo y Vera se miraron. Tenían una misión.

Durante los días siguientes, probaron con tareas difíciles. Leo hizo sumas sin copiar. Vera escribió un cuento inventado sin ayuda. Y el lápiz… ¡funcionaba! Fluía suave y ligero.

Pero un viernes, Dani lo cogió a escondidas. Intentó usarlo para hacer la tarea sin pensar. El lápiz se quedó mudo.

—¡Está roto! —gritó, tirándolo al suelo.

¡Crac! El lápiz se partió en dos.

Todos corrieron. Vera tomó una mitad. Leo la otra. Se quedaron en silencio. La señorita Clara no dijo nada. Solo miraba con tristeza.

—¿Y si… aún sirve? —preguntó Vera con esperanza.

Leo tomó su mitad. Respiró hondo. Y comenzó a escribir su nombre con cuidado.
L-e-o… ¡la punta dejó una línea perfecta!

—¡Sigue escribiendo! —gritó Vera emocionada.

Descubrieron que cada mitad funcionaba igual. El secreto no estaba en el lápiz, sino en cómo lo usaban.
Desde entonces, nadie volvió a buscar magia fácil. Porque sabían que, al final, el verdadero poder… está en el esfuerzo de cada uno.

Y el Lápiz Infinito, aunque partido, seguía siendo el tesoro más querido de la escuela.
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