El niño que no perdía nunca
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El niño que no perdía nunca

Edades:
A partir de 8 años
El niño que no perdía nunca Damián era un niño muy competitivo al que apuntar anotarse a muchas competiciones. Siempre que había un partido, un torneo o un concurso se apuntaba. Y siempre ganaba. Esa sensación de triunfo le encantaba. Nadie podía vencer a Damián.

En el colegio, Damián era muy apreciado por sus profesores. Era muy inteligente y trabajador. Hasta en eso era un niño muy competitivo, ya que siempre hacía los mejores trabajos y sacaba las mejores calificaciones.

Sin embargo, sus compañeros le detestaban. No porque sacase mejores notas y ganara en todas las competiciones, sino porque se lo tenía muy creído. Por eso, muchas veces los demás niños picaban a Damián para que jugara con ellos en el patio a juegos que no se le daban bien, juegos en los que nos se trataba de ganar o perder, sino simplemente de jugar. Damián nunca aceptaba, consciente de lo mal que se le daban aquellas actividades.

Un día, llegó a la clase Gerardo, un nuevo estudiante. El profesor le dijo que se sentara junto a Damián.

Gerardo había tenido un accidente e iba en silla de ruedas. Damián se esmeró en ayudarlo. Aunque Gerardo se apañaba bastante bien, agradeció el gesto de su nuevo compañero.

Los dos chicos se cayeron bien enseguida y pasaban mucho tiempo juntos, especialmente en los recreos, ya que Gerardo no podía jugar a muchos de los juegos que compartían el resto de los niños.

Un día, Damián le propuso a Gerardo jugar al ajedrez en los recreos. Gerardo no sabía, por lo que Damián se ofreció a enseñarle. Cuál fue su sorpresa cuando, días después, Gerardo empezó a ganarle.

Visiblemente enfadado, Gerardo empezó a jugar con más interés, pero seguía perdiendo. Así que empezó a gritar a su nuevo amigo:

—¿Cómo es posible que me ganes? Seguro que estás haciendo trampas. Nadie me gana al ajedrez, y menos un novato que acaba de aprender.


Gerardo se quedó muy sorprendido y no supo qué decir. Pero justo en ese momento sonó la campana y empezó la siguiente clase.

Damián no había perdido la cara de malas pulgas cuando el profesor dio las notas de los exámenes. Casi se le salen los ojos de las órbitas al ver que Gerardo había sacado más nota que él. Solo eran dos décimas, pero era una calificación mayor.

Cuando acabó la clase, Damián se fue corriendo a casa, sin despedirse. Durante los siguientes días estuvo evitando a Gerardo y a todo el mundo. Uno de los profesores se dio cuenta y fue a hablar con él.

—Damián, deberías estar contento por haber encontrado a Gerardo —le dijo.

—No sé por qué —dijo Damián, irritado.

âEl niño que no perdía nunca€”Pues porque ahora tienes a alguien con quien retarte, alguien que de verdad es un desafío para ti —dijo el profesor.

—No lo entiendo —dijo Damián.

—Gracias a Gerardo podrás mejorar más aún —dijo el profesor.

En ese momento a Damián se le encendió una luz en su interior.

—¡Claro! —exclamó. Y fue en busca de Gerardo.

Cuando lo encontró le pidió disculpas y le contó que siempre ganaba, por lo que no estaba acostumbrado a alguien le superara.

Gerardo aceptó sus disculpas y todo volvió a la normalidad.

Aunque le costó mucho esfuerzo y mucho trabajo de autocontrol, Damián fue aprendiendo a perder y a superarse a sí mismo. Gerardo resultó que tampoco era un buen perdedor, pero no tuvo más remedio que esforzarse. Porque, al fin y al cabo, la diversión y la satisfacción que encontraban en la competición era mucho mayor que el simple hecho de ganar.
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