
Aquella mañana, el sol asomaba como una sonrisa en el cielo. Elisa cogió la mano de su mamá y salieron a pasear por el barrio.
El suelo estaba blandito porque estaba cubierto de hojas y el aire olía a pan recién hecho.
—Mamá, ¿por qué huelen las flores? —preguntó Elisa, señalando unas margaritas junto a una verja.
—Porque les gusta que las abejas las visiten —respondió su madre, agachándose—. Y porque quieren decirle al mundo que están despiertas.
Elisa sonrió y se acercó a olerlas. Cerró los ojos y respiró muy fuerte.
Más adelante, un perro pasó corriendo con las orejas al viento.
—¿A dónde va ese perrito? —preguntó Elisa.
—Quizá va a buscar un palo o a saludar a su amiga del parque —dijo mamá—. O tal vez, solo corre porque es feliz.
Elisa lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras una esquina.
—Yo también corro cuando estoy feliz —dijo ella, y dio tres saltitos en la acera.
En la siguiente calle, el camión de la basura rugía y brillaba bajo el sol. Un señor con chaleco naranja saludó a Elisa.
—¿Y ese ruido, mamá?
—Es el camión que recoge las cosas que ya no sirven —explicó mamá—. Así dejamos sitio para lo nuevo y cuidamos el mundo.
Elisa lo miró con los ojos muy abiertos.
—¡Como cuando limpio mis juguetes y encuentro otros que ya no recordaba!
Mamá le dio un beso en la frente.
Cruzaron la calle despacio, de la mano. En el parque, una hoja cayó de un árbol y empezó a girar en el aire como si bailara.
—Mamá… —dijo Elisa, en voz bajita—. ¿La hoja está triste porque se ha caído?
M

amá se agachó a su lado y le acarició el pelo.
—No, cielo. Las hojas se despiden para que otras nuevas puedan nacer. Es su forma de decir: “Hasta pronto”.
Elisa la cogió con cuidado del suelo. La miró despacito. Luego la guardó en el bolsillo.
—Entonces no es triste —dijo—. Es… bonito.
Mamá sonrió. Elisa también.
Caminaron un rato más, sin prisas, mirando el cielo, los árboles y los pasos que hacían en el suelo.
Elisa no tenía más preguntas. Solo quería mirar. Y guardar cada cosa bonita en su corazón.