Al zorro Chamorro le encantaba la fruta. Le gustaba tanto que, cuando entraban en las fincas de los humanos, en vez de cazar gallinas, Chamorro se comía la fruta madura que caía de los árboles frutales.
Hasta que se acabó. Los dueños de las fincas vendieron las tierras y construyeron urbanizaciones con piscinas, jardines y parques, pero sin árboles frutales.
Chamorro decidió quedarse en el bosque y no volver por allí.
Pero echaba tanto de menos la fruta…
El zorro Chamorro recorrió el bosque buscando frutas en los árboles, pero no había ninguno así.
—¿Qué pasa con todos estos árboles? —preguntó el zorro Chamorro a sus amigos—. No veo ninguna fruta por aquí.
—En este bosque no hay árboles frutales, zorro Chamorro —dijo su amigo, el conejo Orejo.
—¿Desde cuándo? —preguntó el zorro Chamorro.
—Desde siempre; nunca ha habido frutales en este bosque —dijo el conejo Orejo.
El zorro Chamorro se puso muy triste. El conejo Orejo se dio cuenta de lo que pasaba, y le dijo:
—Podemos plantar árboles frutales si quieres.
—Gracias, amigo, qué buena idea.
Al resto de amigos del zorro Chamorro le pareció una buena idea, y entre todos se pusieron manos a la obra.
Lo más difícil fue conseguir las semillas. Tuvieron que acercarse a los lugares donde los humanos acampaban y recoger los restos de la fruta que dejaban allí para sacar las semillas. Cerca de la carretera también encontraron restos de fruta.
Cuando tuvieron las semillas, prepararon la tierra y las plantaron. Hicieron turnos para regarlas, pero también para proteger los brotes, para que no se los comiera nadie o los pisotearan sin darse cuenta.
Un día, mientras el zorro Chamorro hacía guardia para proteger las pequeñas plantas que se convertirían en árboles, el ogro Pequeñogro asomó la nariz entre unos arbustos cercanos.
—¡Ni te acerques! —exclamó el zorro Chamorro.
El ogro Pequeñogro salió corriendo, porque no quería que nadie se enfadara con él.
Aun así, día tras día, el ogro Pequeñogro se acercaba y se escondía para ver cómo crecían las plantas. Iba al atardecer, porque era más difícil ser descubierto.
Hasta que una tarde, sin darse cuenta, el ogro Pequeñogro se quedó dormido. El zorro Chamorro, que hacía guardia esa noche, también.
Fue el ogro Pequeñogro quien detectó primero a los intrusos: dos troles sucios y apestosos a los que les encantaban los brotes tiernos.
Sin pensárselo dos veces, el ogro Pequeñogro salió de su escondite y les plantó cara:
—¡Fuera de aquí! —les gritó.
Los troles iban a atacar al ogro Pequeñogro cuando el zorro Chamorro se despertó y empezó a gritar pidiendo ayuda.
En menos de lo que canta un gallo llegaron decenas de amigos del bosque.
Los troles se asustaron y huyeron de allí.
—Gracias, ogro Pequeñogro —dijo el zorro Chamorro.
—Solo quiero ayudar —dijo el ogro Pequeñogro.
A partir de entonces, el ogro Pequeñogro pasó a formar parte del equipo de amigos que se ocupaba de cuidar los frutales. Y cuando, años después, dieron sus primeros frutos, hicieron una fiesta y los disfrutaron todos juntos.
Y fueron felices hasta las lombrices —sobre todo ellas, que comían más fruta que nadie—.