Había una vez unos niños a los que les gustaba mucho jugar con cerillas, a pesar de que sus padres les había dicho que no debían hacerlo. Pero a ellos les daba igual. Siempre que podían, las buscaban y jugaban con ellas. Y eso que sus padres las tenían bien escondidas. Así que, como no había manera, los padres se deshicieron de todas las cerillas.
Pero un día, los niños encontraron una caja de cerillas encima en la caja, encima de un banco. La cogieron y se la llevaron.
Cuando llegaron a casa los niños se pusieron a jugar con las cerillas, con tan mala suerte que, sin querer, encendieron una.
Con el susto la soltaron y la cerilla encendida cayó sobre la alfombra. Esta empezó a arder.
Los niños empezaron a gritar. Los padres cogieron un extintor y lo vaciaron sobre la alfombra. Como el fuego no era muy grande se apagó enseguida.
-¿Estáis bien? -preguntaron los padres. Pero los niños no pudieron articular palabra del susto que tenían. Simplemente movieron la cabeza arriba y abajo.
Entonces, los padres vieron la caja de cerillas.
-¿Se puede saber cómo ha llegado esto aquí? -preguntó mamá.
Los niños contaron la verdad.
-Solo estábamos jugando. No sabíamos que podían hacer fuego -dijo el pequeño-.
-Las habéis visto arder muchas veces -dijo el padre.
-Pero pensamos que se encendían con un mechero o con algún truco de mayores -dijo el mayor.
El padre cogió la caja de cerillas y les explicó cómo se encendían.
-No es ningún truco -dijo-. Solo hay que raspar la cabeza contra la parte rugosa de la caja y arden.
-Ha sido sin querer -dijo el pequeño.
-De eso no me cabe duda -dijo mamá-. Pero si hubiérais obedecido esto no hubiera pasado.
-No volverá a pasar, de verdad -dijeron el mayor.
-A ver si es verdad. Ahora vamos a recoger esto y ya hablaremos después -dijo mamá.
Y entre todos recogieron y limpiaron la habitación.