Serena se levantó con muchas ganas de ir a visitar a su abuelita. Era una mañana soleada y tranquila que invitaba a dar un paseo por el bosque.
Mientras Serena desayunaba, le llegó un delicioso olor a dulces recién hechos. Y entonces, la niña tuvo una idea.
—Mamá, me gustaría ir a visitar a la abuelita. ¿Qué te parece si le llevo algunos de esos dulces que acabas de sacar del horno?
—Muy buena idea, hija. Ahora mismo te los preparo en una cesta.
Mientras salía por la puerta, la madre de Serena le dijo a su hija:
—Ten cuidado, no te desvíes del camino. Recuerda lo que le pasó a Caperucita.
—Que sí, mamá, que siempre me recuerdas lo mismo —dijo Serena.
Serena llevaba ya un rato caminando cuando, a lo lejos, escuchó lo que parecía un grupo de gente gritando. La niña aceleró un poco el paso y entonces escuchó con claridad:
—¡Ayuda, ayuda!
—¿Qué ocurre? —preguntó Serena.
—Somos leñadores —dijo un hombre—. Nos hemos quedado atrapados entre unas grandes ramas.
Serena, que no se terminaba de fiar, soltó la cesta y se acercó un poco, sin alejarse del camino. Cuando comprobó que decían la verdad, les dijo:
—Voy camino del siguiente pueblo, a ver a mi abuela. Cuando llegue buscaré ayuda.
—Gracias, muchacha —dijeron los leñadores.
Serena empezó a correr para llegar cuanto antes. Cuando llegó al pueblo fue directa a casa de su abuela y le contó lo ocurrido.
—Vamos a casa de don Pedro, que él sabrá qué hacer —dijo la abuela.
Y eso hicieron. Cuando volvieron a casa, la niña le dijo la su abuela:
—Te he traído unos dulces recién hechos.
En ese momento, Serena se dio cuenta de que no tenía la cesta de dulces.
—¡Oh, no! ¡He perdido la cesta!
—No pasa nada, Serena, tu visita es lo más dulce que puedo disfrutar hoy —dijo la abuela.
De regreso, Serena se encontró con los leñadores.
—¡Eh, muchacha, te dejaste esto aquí esta mañana! —le gritó uno de los hombres. Este le acercó la cesta al camino y se la dejó a unos cuantos metros, para no asustar a la niña.
—¡Mi cesta de dulces! ¡Gracias! —dijo la niña.
—Por cierto, gracias por mandarnos a don Pedro —dijo otro de los leñadores.
—No hay de qué. Gracias a vosotros por guardarme esto—dijo la niña, mirando dentro de la cesta.
L
a niña se puso de nuevo en camino. Pero no había dado ni una docena de pasos cuando se le ocurrió que podría compartir los dulces con los leñadores. Así que se dio la vuelta y les dijo:
—¿Os apetecen unos dulces? Los hizo mi madre esta mañana. Se los llevaba a mi abuela, pero como me los dejé aquí olvidados no les di. Y es muy tarde para volver.
Los leñadores agradecieron el obsequio y dieron buena cuenta de los dulces mientras Serena volvía a casa.
Cuando la niña llegó y le contó lo que había pasado, su madre le dijo:
—Hiciste bien en mantenerte alejada, aunque resultaran ser gente de confianza. Nunca se sabe, hija, nunca se sabe. Mañana haré más dulces y se los llevas a tu abuela.
—Vale. Que aunque haya dicho que le daba igual, sé yo que se quedó con las ganas.
—¡Qué bien la conoces, eh!