Había una vez un niño al que todos llamaban Juan Yoprimero, porque siempre que tenía oportunidad se adelantaba y gritaba: ¡yo primero!
Juan Yoprimero, o Juanyo, para abreviar, no dejaba que nadie pasara delante de él. Y siempre levantaba la mano para ser el primero en lo que fuera.
Se ponía tan pesado con ser el primero que todo el mundo le dejaba ser el primero. Era la única manera de hacerlo callar y evitar las pataletas y las rabietas.
Un día, llegó al pueblo un señor con camión que vendía rosquillas recién hechas. El olor de los dulces impregnaba todo el lugar.
Niños y mayores, atraídos por el olor, acudieron al lugar donde estaba el camión de las rosquillas. Allí había un cartel que decía: “Esperen a que les avisen”.
Poco a poco, los alrededores del camión se llenaron de gente ansiosa por probar aquellas rosquillas.
Nadie se atrevió a molestar al señor que freía las rosquillas y las espolvoreaba después de azúcar y canela.
Cuando estuvieran listas, el señor se cambió el delantal y el gorro, se acercó al mostrador, y dijo:
—¿A quién atiendo primero?
—¡Yo primero! ¡Yo primero!
—Dejad paso a Juanyo, que ya sabéis lo que pasa si no es él el primero —dijo alguien.
Y así, Juanyo fue el primero en probar las rosquillas.
Al día siguiente, el camión de las rosquillas no estaba. En su lugar, había un camión de gofres. El olor de los dulces volvió a inundar las calles del pueblo. Una vez más, la gente se acercó al camión a esperar que la señora que hacía los gofres empezara a venderlos.
—¿A quién atiendo primero? —dijo la mujer.
Juanyo no se hizo esperar.
—¡Yo primero! ¡Yo primero!
Para evitar problemas, todos le dejaron pasar.
El camión de los gofres estuvo dos días en el pueblo. Cuando se marchó, su lugar lo ocupó un carrito de algodón de azúcar. De nuevo, niños y mayores esperaron pacientes para comprar sus dulces.
El dulcero, que conocía la historia de Juan Yoprimero, decidió darle una lección. Así que, cuando estuvo listo para empezar a vender, preguntó:
—¿Quién es el último?
Juan Yoprimero gritó desde donde estaba:
—¡Yo primero! ¡Yo primero!
—Estupendo, Juanyo, ponte aquí a mi lado y espera tu turno.
—Pero es que yo quiero ser el primero.
—Ya, pero este es un puesto al revés, y en vez de empezar por los primeros, empezamos por los últimos.
—Pero yo quiero ser el primero.
—Entonces, espera tu turno, que ya te he dicho que vamos al revés.
Juanyo se quedó tan confundido que no supo qué hacer.
Al final del día, el dulcero le dijo:
—Es tu turno, que para eso eres el primero.
Y le dio el algodón de azúcar.
—Es la primera vez que soy el último —dijo Juanyo.
—Y no ha pasado nada, ¿verdad? —dijo el dulcero.
Juan Yoprimero se fue a casa con su enorme algodón de azúcar. Desde entonces, cada vez que siente ganas de decir «yo primero» se acuerda del dulcero y del día que, por querer ser el primero, se quedó el último. Y se da cuenta de que no pasa nada por dejar que los demás también puedan ser los primeros de vez en cuando.