Había una vez, en una colonia de hormigas, había una pequeña hormiguita que era todo bondad. La hormiguita soñaba con ser la ayudante de la reina. Ese era el sueño de la pequeña hormiguita desde que tenía memoria. Todo lo que ella deseaba era demostrar su lealtad y ayudar a que su colonia prosperara.
Sin embargo, el día en el que decidió contarle a todas sus compañeras hormigas sobre sus sueños, estas se burlaron al instante.
—Nunca podrás llegar a ser la ayudante, de la reina —le decían—. Eres una hormiga demasiado pequeña, y que para tener ese cargo necesitas ser más grande.
Decepcionada, la pequeña hormiguita fue en busca de su abuelita para pedirle consejo. Sabía que su abuela siempre la apoyaba y entendería su deseo de ser ayudante la ayudante de la reina.
—Dicen que soy muy pequeña para ser ayudante, abuelita —dio la pequeña hormiguita.
Después de una larga conversación, la abuelita le dijo:
— Da igual lo grande o pequeña que seas. El tamaño no lo es todo. Todo esfuerzo en inútil si no crees en ti misma. No siempre el que más éxito alcanza es el que más grande parecía.
Después de hablar con su abuelita la hormiguita se marchó, pero siguió dándole vueltas a esas palabras.
Pasaron unos días antes de que la hormiguita se decidiera a presentarse ante la reina. Y lo hizo con estas palabras:
—Me presento aquí para ser su ayudante. No soy la más grande, ni la más fuerte, pero puedo hacer muchas cosas.
La reina, sorprendida ante aquellas palabras, dijo a la pequeña hormiguita:
—Eres la más pequeña de todas las hormigas que han venido a verme, pero también la más decidida y, viendo tu tamaño, también la más valiente. Te daré una oportunidad.
Las amigas de la hormiguita se rieron de ella, y le dijeron que iba a hacer el ridículo. Pero la hormiguita no se rindió.
La pequeña hormiguita se convirtió en la ayudante de la reina y demostró ser la mejor ayudante que jamás había habido en aquella colonia. Sus amigas se disculparon y, desde entonces, nadie más en la colonia volvió a juzgar a otros por su tamaño o su aspecto. Porque el verdadero valor de las hormigas, igual que el de las personas, no reside en lo que se ve, sino en lo que están dispuestos a hacer por su comunidad.