Había una vez un dragón que vivía solo en una montaña, en lo alto de una gran montaña. El dragón salía todos los días de su guarida a dar una vuelta. Alrededor de la montaña ya no quedaban pueblos, porque él se había encargado de arrasarlos todos. Así que cada día tenía que viajar más lejos para hacer sus fechorías y sus maldades.
Y así pasaron los años, hasta que llegó un momento en el que el dragón ya no tenía tiempo en un solo día de hacer el viaje de ida y vuelta.
—Tendré que hacer algo —pensó el dragón—. Estoy más solo que la una, y todo lo que rodea mi montaña está arrasada.
Efectivamente. Como el dragón lo quemaba todo, alrededor de su casa estaba todo quemado. Y, como estaba todo quemado, apenas había plantas o animales. Eso hacía que el dragón cada vez lo tuviera más difícil para alimentarse.
—Tal vez debería buscar otro lugar donde vivir, que me quede más cerca de tierras más pobladas —pensó el dragón.
Para eso, el ladrón tuvo que arriesgarse y no volver a su casa a dormir.
El primer día le fue bien, porque enseguida encontró un pueblo. A los que no les fue tan bien fue a los aldeanos, que tuvieron que salir corriendo de sus casas.
Mientras el dragón se daba un festín y se lo pasaba de lo lindo quemándolo todo, los aldeanos cogieron sus carros y sus caballos para huir y avisar a los pueblos vecinos.
—No puede ser, tendremos que hacer algo con el dragón —dijo el jefe del siguiente pueblo—. Aquí hay decenas de familias que llevan años huyendo del dragón.
—¿Cómo acabamos con él? —dijo uno de los aldeanos.
—¡No, no! Acabar con él no —dijo el jefe del pueblo—. Sería un desperdicio. Estaba pensando darle un buen susto y ponerlo de nuestro lado.
—¿Cómo? —preguntaron al unísono todos los presentes.
—Ese dragón llega cada vez más lejos porque tiene hambre —dijo el jefe del pueblo—. Propongo dejar comida cerca, comida envenenada, pero no mortal. Y cuando crea que va a morir, le ofrecemos un antídoto a cambio de que nos deje en paz.
—¿Y si no cumple el trato? —preguntó un aldeano.
—Cumplirá —dijo el jefe—. Dejádmelo a mí.
El jefe del pueblo, con la ayuda de varios vecinos, preparó la escena. Dejaron a varios kilómetros del pueblo mucha comida, que envenenaron con unos alucinógenos.
Cuando el dragón vio aquello se puso muy contento y se lo comió todo. Pero, apenas hubo terminado, sintió un intenso dolor en el vientre y todo empezó a dar vuelta.
Entonces, apareció una nube, y de ella salió una voz:
—Hijo, soy tu madre —dijo la voz—. Vengo a acompañarte al inframundo, donde van todos los dragones malvados como tú.
—No, madre, no quiero ir —lloró el dragón—. Seré bueno, seré bueno.
—Tienes una última última oportunidad —dijo la voz—. Busca al brujo con del barreño, bebe su pócima y obedécele en todo lo que te diga. Si no lo haces, ya sabes lo que te toca.
El dragón se arrastró como pudo, en busca del brujo, que no era otro que el jefe del pueblo, ataviado con una túnica de estrellas, colocado junto a un barreño que contenía el antídoto que necesitaba el dragón.
—Oh, gran brujo del barreño, mi señor —dijo el dragón—, dadme el antídoto y prometo ser bueno.
—Bebe, pues —se limitó a decir el jefe del pueblo.
El dragón bebió y enseguida se recuperó.
Desde entonces, el dragón ayuda a la gente de la comarca en todo lo que necesitan. Y no solo se salvó, sino que ya nunca le faltó comida ni volvió a estar solo.