Ramiro siempre había sido un conserje muy responsable. De hecho, acababa de recibir el premio al mejor conserje de todos los colegios de la ciudad.
Todos los días llegaba el primero al colegio. Es lo normal, ya que él era el encargado de abrir todas las puertas para que, a las nueve en punto, todos los niños y niñas entrasen.
Pero Ramiro llegaba incluso antes de tener que abrir el patio. A las ocho de la mañana ya estaba en su cuarto de conserje, encendía la radio y se preparaba su café con leche. A veces lo acompañaba con una magdalena y otras con unas galletas de mantequilla, sus favoritas.
Ramiro desayunaba en 15 minutos y enseguida empezaba su recorrido por el colegio. Primero abría la puerta del patio, después la del comedor y las últimas, una a una, las puertas de las aulas.
Podéis imaginaros la cantidad de llaves que Ramiro tenía que llevar encima cada día. De hecho, el tintineo de unas chocando contra otras era lo que avisaba a los niños de que el conserje estaba cerca. Porque claro, aunque Ramiro era un señor muy simpático, a veces tenía que reñir a los niños más traviesos, niños que jugaban con globos de agua en los pasillos o que dejaban los envoltorios de los bocatas tirados en el suelo del patio.
Pero aunque a veces regañase, Ramiro era el primero que acudía cuando un niño se caía en el patio o cuando otro se ponía enfermo en clase y había que avisar a sus padres. Por algo había ganado el premio al mejor conserje de la ciudad.
Un día, a última hora de la tarde, Ramiro se disponía a coger el autobús cuando escuchó unas voces que venían del interior del colegio.
-Habré dejado alguna televisión encendida- pensó.
Así que dio la vuelva y se dispuso a volver a hacer el recorrido de siempre para comprobar de dónde venía el ruido. Al llegar a la puerta y buscar las llaves en su cartera se dio cuenta de que no estaban allí. Le pareció muy raro, porque siempre usaba el mismo compartimento. Las buscó y las rebuscó en todos los bolsillos de su ropa. Volvió hasta la parada del autobús por si se le habían caído por el camino. Pero nada, no había ni rastro de las llaves.
Mientras tanto, en el interior del colegio, las voces seguían recorriendo los pasillos. En realidad se trataba de un grupo de alumnos del curso de pintura. Después de la clase, habían ido al baño a lavar los pinceles. Se habían entretenido hablando y, al darse cuenta, el colegio ya estaba cerrado. Eran niños ya mayores, así que volvían solos a casa y no había nadie esperándoles en el patio, así que ninguna persona se dio cuenta de que seguían allí.
Al darse cuenta, el primer niño que empezó a chillar fue Lucas. Era muy miedoso.
-Anda, Lucas, tú lo que no quieres es quedarte sin la merienda -bromeó su amiga Sara.
Mientras todos se reían de la broma de Sara, una especie de sombra pasó por la clase de al lado. Todos se quedaron paralizados y dejaron de hablar. Después, poco a poco, fueron saliendo hacia el pasillo para intentar buscar un teléfono desde el que llamar a alguien que les viniese a abrir el colegio.
Se dirigían al despacho de la jefa de estudios cuando volvieron a ver la sombra misteriosa. Esta vez había pasado más rápido. A pesar de los nervios, Lucas pudo distinguir ese ruido que tan bien conocían todos: el tintineo de las llaves de Ramiro.
En realidad, esa sombra misteriosa era el conserje que había ido a su casa a por las llaves de repuesto para abrir el colegio y descubrir de dónde venían esas voces que había escuchado.
Como los niños no estaban haciendo ruido, el hombre no pudo darse cuenta de que eran ellos los que se habían quedado encerrados. Cuando Lucas dijo que la sombra misteriosa era Ramiro todos corrieron hacia él y le abrazaron, sabiendo, una vez más, que tenían el mejor conserje de todos.