Daniel y su familia iban todos los veranos a la casa del lago. Durante el viaje, Daniel y su hermana Luna cantaban canciones y contaban chistes. A medio camino, paraban a comer en un merendero y para los niños esa era la parte más divertida del viaje. Sus padres solían llevar tortilla de patata, filetes empanados y aceitunas. De postre, un poco de fruta y unas galletas con nueces, las preferidas de Daniel.
Ese verano, los hermanos pensaban estrenar sus nuevas cometas a la orilla del lago. De hecho, fue lo primero que hicieron la mañana siguiente. La cometa de Dani tenía forma de calamar y la de Luna forma de estrella de mar. Su padre les enseñó a volarlas y los niños, que aprendían todo muy rápido, lograron hacerlo solos esa misma tarde.
Al día siguiente, mientras se divertían con sus cometas, se levantó un gran vendaval. Como consecuencia, Daniel no pudo controlar su cometa y esta fue a parar sin control a un bosque cercano. Como acababa de estrenar su cometa, Dani no quería perderla así que, junto a su hermana Luna y su padre, fueron a tratar de recuperarla.
La buscaron durante horas y, cuando por fin dieron con ella, se sorprendieron del lugar al que había ido a parar. Junto a la cometa descubrieron una madriguera de conejos. En concreto, eran cinco y su madre no parecía estar cerca. Preguntaron en una granja cercana y allí les explicaron que la madre de los gazapos, pues así se llama a las crías de los conejos, había muerto a manos de un cazador furtivo. Les dijeron también que no se podían hacer cargo de ellos porque tenían ya demasiados animales a los que alimentar.
-Papá, papá, ¿podemos llevarlos a casa? ¿Podemos?- suplicó Daniel.
A
su lado, su hermana Luna daba palmas y saltos de alegría apoyando firmemente la idea de su hermano. Su padre dudó un momento pero al final dio su brazo a torcer porque en realidad a él le encantaban los animales y no quería dejar a aquellas crías desamparadas. Los metieron en una caja y los taparon con mantas. Después, fueron con ellos al veterinario para que los examinarse y les explicase cómo cuidarlos. Les dijo que era fundamental tenerlos calentitos y darles una leche especial varias veces al día con ayuda de un biberón.
Pasaron las semanas y los gazapos fueron creciendo sanos y felices. A los cuatro meses, la familia volvió a la casa del lago y allí los dejaron en libertad para que viviesen en el bosque donde habían nacido.