Lucicornio era un unicornio que vivÃa en un bosque encantado lleno de criaturas mágicas y flores que brillaban tanto de dÃa como de noche. Las crines de Lucicornio, de los colores del arcoÃris, resplandecÃan con una luz maravillosa.
Un dÃa, mientras jugaba alegremente entre las flores, a ver quién brillaba más, Lucicornio llegó hasta Sabioárbol, un árbol mágico que habÃa vivido durante miles de años.
—¡Hola, Sabioárbol! —saludó Lucicornio—. ¿Cómo estás hoy?
—Hola, Lucicornio—respondió él—. Estoy bien, gracias. Pero tengo un presentimiento. Creo que algo especial tendrá lugar esta noche.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lucicornio, mientras seguÃa jugueteando con las flores.
—Lo sé, cosas de ancianos —dijo Sabioárbol
—Vale —dijo Lucicornio. Y se fue a seguir jugando.
Esa misma noche, tal y como habÃa dicho Sabioárbol, paso algo especial. Del cielo cayó la última estrella del deseo.
En cuanto Lucicornio vio que algo brillante caÃa del cielo, fue corriendo a ver qué pasaba.
—¿Estás bien? ¿Quién eres? —preguntó.
—Soy Tela, la última estrella del deseo —dijo la estrella.
—¡Qué bien! Una estrella de los deseos —dijo Lucicornio.
—No, no, de los deseos no, del deseo —dijo la estrella—. Solo puedo conceder un deseo, nada más.
—Vale —dijo Lucicornio—. ¿Un deseo a cada uno?
—No, un solo deseo, no tengo más —dijo la estrella.
—¿A quién? —dijo Lucicornio.
—Al primero que me lo pida —dijo la estrella.
—Uy, pues ese soy yo —dijo Lucicornio—. Mi deseo es poder volar más alto que las nubes y tocar el cielo.
La estrella se concentró y empezó a brillar para conceder el deseo a Lucicornio. Pero no tenÃa suficiente poder.
—¡No puedo! —lloriqueó la estrella.
—No te preocupes, vamos a preguntarle a Sabioárbol, que seguro que sabe qué hacer.
Sabioárbol les dijo que fuera a ver a la bruja de la montaña. La bruja tenÃa una varita mágica muy poderosa y seguro que podrÃa ayudar a la estrella.
—Vaya, vaya, una estrella del deseo —dijo la bruja—. Déjame adivinar: no puedes conceder el deseo que te han pedido.
—Me falta poder —dijo la estrella.
—Ya veo —dijo la bruja, mientras cogÃa su varita—. A ver, dime, ¿te gustarÃa tener más poder?
—¡SÃ, deseo tener más poder! —dijo la estrella.
La estrella se puso a brillar con tan fuerza que superaba a Lucicornio.
—Estoy lista —dijo la estrella—. Lucicornio, voy a concederte tu deseo.
La estrella se concentró y empezó a brillar. Pero no consiguió que Lucicornio pudiera volar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la estrella.
—Creo que te has quedado sin deseos —dijo Lucicornio—. Solo tenÃas uno, y lo has gastado cuando has dicho que deseabas más poder.
—Pero se lo pedà a la varita —dijo la estrella.
—¿A este palo? —preguntó la bruja—. Esto no hace magia, solo sirve para que la gente saque fuerzas de su interior. No sabéis las cosas que cada uno de nosotros podrÃa hacer si se lo creyera un poco.
—Pero yo querÃa conceder mi deseo a alguien, no quedármelo para mi —dijo la estrella.
—No importa, estrella del deseo, a mà me parece bien asà —dijo Lucicornio.
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€”Ahora que tienes poder —dijo la bruja— a lo mejor puedes hacer algo distinto. Voy a usar la varita para que tengas el poder de conceder tantos deseos como quieras.
—Acabas de decir que no funciona —dijo la estrella.
—No, te equivocas —dijo la bruja—. He dicho que no hace magia, que solo sirve para que la gente saque las fuerzas de su interior.
—¿Eso quiere decir que si quiero conceder deseos, puedo conceder todos los que quiera? —pregunta la estrella.
—Claro, pero solo si quieres de corazón —dijo la bruja.
Ese dÃa, la estrella del deseo se convirtió en la estrella de los deseos. Desde entonces, concede todo lo que le pidan, siempre y cuando sea deseos honestos y que no hagan daño a nadie.
Por supuesto, Lucicornio consiguió su deseo de volar y todos los dÃas se da un paseo tocando el cielo y anunciando las maravillas que hace la estrella de los deseos.
Cualquier dÃa caerá otra estrella y se podrá a conceder deseos.
—Pero, ¿no decÃas que la última era la de este cuento?
Quién sabe. Lo mismo aparece otra estrella con tantas ganas de conceder deseos que lo consigue.