Gabriel estaba muy nervioso. Había llegado el gran día. Por fin cumplía siete años. El niño estaba muy ilusionado con la fiesta que sus padres habían organizado. Iba a estar toda la familia y también sus mejores amigos.
Pero había algo que no le convencía mucho: lo de soplar las velas. ¿Para qué soplar las velas? Pero esta vez le dio por pensar un poco más en el tema. ¿De dónde vendría una costumbre como esa? Es más, ¿por qué se celebraban los cumpleaños con una tarta, y no con otra cosa?
Como no quería aguarle la fiesta a sus padres, que tanto cariño y esmero ponían en esas cosas, Gabriel decidió investigar por su cuenta. Así que pidió permiso a su madre para conectarse a Internet, abrió su buscador favorito e inició la búsqueda.
En ello estaba cuando su hermana Luciana, dos años mayor que él, entró en su habitación.
-¿Qué haces, Gabriel? -preguntó-. ¿Buscas algo?
-Quiero saber por qué soplamos velas en nuestro cumpleaños -dijo Gabriel.
-¿Quieres una excusa para no tener que apagar las velas? -preguntó Luciana.
-Es que me parece una tontería enorme -dijo Gabriel.
-Vale, pues me quedo contigo y me cuentas -dijo Luciana-. A mí también me parece una tontería, todo eso de las velas de la suerte. Creo que tiene que ver con algo de los antiguo griegos.
-¡Mira! -dijo Gabriel-. Aquí dice que, al parecer, en los antiguos griegos ofrecían dulces redondos con velas encendidas a la diosa Artemisa.
-Y, ¿por qué redondos? -preguntó Luciana.
-Los dulces redondos representaban el ciclo lunar -dijo Gabriel.
-¿Y las velas? -preguntó Luciana.
-Cuando las apagaban, los antiguos griegos creían que, al soplar, el humo llegaba a la diosa y que, con ese humo, iban también todos sus deseos.
-Vaya, qué curioso -dijo Luciana-. ¿Será por eso que nos dicen que pidamos un deseo al soplar las velas?
-¡Tal vez! -dijo Gabriel-. Mira, aquí dice que hay otra posible explicación, un poco más moderna.
-Cuenta, cuenta -dijo Luciana.
-Al parecer, la traición podría tener su origen en Alemania, en una fiesta que se hacía en el siglo XVIII llamada Kinderfest. Era fiesta en la que se homenajeaba a un niño. Para ello, le preparaban un dulce sobre el que se colocaban dos velas. Una representaba la luz de su vida y la otra los años venideros. Las llamas debían estar encendidas durante todo el día y eran reemplazadas cuando se consumían Al final del día se apagaban soplando. Entonces creían que el humo de las velas ayudaba a que los buenos deseos llegaran hasta Dios. Otros cuentan que se colocaba una vela por cada año cumplido y otra más en el centro.
-La cosa va de pedir deseos, según parece -dijo Luciana.
-Sigue sin convencerme -dijo Gabriel-. Pero lo haré de todas formas, aunque solo sea por la ilusión que le hace a mamá.
-Ella siempre pide poder soplar las velas un año más y que todos estemos con ella para celebrarlo -dijo Luciana.
-¿En serio? -dijo Gabriel-. ¡Qué bonito deseo!
-Es una manera de agradecer que estemos juntos una vez más -dijo Luciana.
-Eso sí que me convence -dijo Gabriel.
-Entonces, vámonos ya, que la fiesta está a punto de comenzar -dijo Luciana.
Ese año Gabriel disfrutó soplando las velas y, sobre todo, viendo junto a él a todas las personas que quería. Y descubrió que el mejor regalo de cumpleaños era precisamente ese, descubrir que, un año más, la gente que amaba seguía con él.