Había una vez un tipo muy pesado que se pasaba el día molestando a los demás. Nadie sabía quién era, ni de dónde había salido. Por no saber, no se sabía ni su nombre. Y como era tan plasta, tan pelma y tan pesado, la gente le apodó Mr. Pesadez.
Mr. Pesadez estaba todo el día haciendo ruido, sobre todo ruidos desagradables. Sus horas preferidas para hacer ruido eran la hora de acostarse y la de la siesta de los niños. Aunque pronto descubrió que también molestaba mucho cuando hacía ruido justo antes del amanecer.
La policía de la ciudad no sabía qué hacer. A la puerta de la comisaría se agolpaba la gente haciendo cola para poner denuncias y reclamar que se hiciera algo. La policía lo intentaba, pero no había manera de coger a Mr. Pesadez, pues se escondía mejor que nadie.
La cosa empeoró cuando a Mr. Pesadez le ocurrieron nuevas formas de molestar a los vecinos, manchando las calles, pintando en los cristales de los coches, colocando plastilina en las cerraduras o echando espray en las cámaras de los videoporteros, entre otras muchas perrerías.
Todo esto lo hacía de noche, cuando la gente dormía. Pero estaban todo tan cansados que no les quedaban fuerzas para salir en busca de Mr. Pesadez. Al fin y al cabo, era el único momento de paz de todo el día, al menos hasta que algún vecino empezaba a chillar por el estropicio que se encontraba al despertar.
Un día el alcalde tomó la decisión de llamar a un equipo de investigadores privados para que buscaran a Mr. Pesadez. Los investigadores dormían por turnos fuera de la ciudad, con lo que no acusaban el cansancio y el hartazgo que todos los habitantes acumulaban.
Todo esto se mantuvo en secreto, para no poner sobre aviso a Mr. Pesadez. Así, en pocos días, el maleante fue apresado y metido en presión.
-No voy a parar de hacer ruido y de molestar hasta que me soltéis -decía Mr. Pesadez a los guardias.
S
in embargo, a Mr. Pesadez no le llevaron a una celda corriente, sino que lo metieron en una insonorizada con un sistema de grabación que recogía todo el ruido que hacía. Y cuando el sistema detectaba que Mr. Pesadez se callaba, la grabación de todo lo anterior se reproducía automáticamente, de modo que ni dormir podía el hombre.
No pasaron ni dos días antes de que Mr. Pesadez rogara clemencia. Como castigo, el juez lo condenó a trabajos comunitarios de por vida.
-Y si se te vuelve a ocurrir molestar -le dijo el juez- volverás a la celda de castigo.
Y ahí acabaron las peripecias de Mr. Pesadez, que no volvió a abrir la boca más que cuando era estrictamente necesario ni a hacer más ruido que el que hace una pluma al caer sobre la arena.