Pepito tenía mucho miedo de meterse en la cama. Decía que debajo había muchos monstruos.
—Mamá, quédate conmigo hasta que me duerma, para que los monstruos no salgan.
—Debajo de la cama no hay nadie, Pepito.
—Tú quédate conmigo, por si acaso.
Y así, noche tras noche.
Un día, la mamá Pepito tuvo una idea.
—Hijo, ¿por qué no miras debajo de la cama, a ver si hay algo?
—No, no, que me da miedo.
—Yo me quedo aquí contigo, no te preocupes.
Pepito se agachó, pero no miró, porque no se atrevió a abrir los ojos.
—Así no vale, Pepito, tienes que abrir los ojos.
Pepito abrió primero un ojo, y luego otro.
—Ay, que sí, que sí, que hay algo.
—Que no, que no, que no hay nada. Mira otra vez.
—No, que está muy oscuro.
—Entonces no has podido ver nada, porque está oscuro.
—Ups.
Al día siguiente, Pepito decidió que ya estaba bien de tonterías. Cogió una linterna y un palo y se asomó debajo de la cama.
—Como alguno se acerque, le atizo.
Pepito alumbró debajo de la cama.
—¿Hay alguien ahí?
Las pelusas empezaron a flotar y un par de calcetines olvidaos empezaron a moverse.
—No nos hagas daño, por favor —dijo algo con ojos que se asomaba entre las pelusas.
—¿Quiénes sois? —preguntó Pepito.
—Somos los habitantes que viven debajo de la cama. Tu eres el monstruo de encima de la cama, ¿verdad?
—Yo no soy un monstruo, soy un niño. Y vosotros sois los monstruos de debajo de la cama.
—Nosotros no somos monstruos.
—¿Ah, no? Con el miedo que he pasado pensando que bajo mi cama vivían un montón de monstruos.
—Nosotros también teníamos miedo del monstruo de encima de la cama.
—Entonces ¡todos somos monstruos! ¡Hagamos una fiesta monstruosa!
—Sí, la fiesta de monstruos de la cama.
Desde ese día, Pepito se asoma todas las noches bajo la cama con la linterna para dar buenas noches a sus amigos.
Ahora que está acompañado, ya no tiene miedo. Y sus compañeros que viven debajo de la cama ¡tampoco!