Perdidos en una cueva
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Perdidos en una cueva

Edades:
A partir de 8 años
Perdidos en una cueva Gustavo era un niño muy alegre y juguetón, estudioso y responsable. Pero tenía un problema. No veía, como suele decirse, un burro a tres pasos. Con un ojo no veía nada y con el otro veía cada vez menos. Algún día se quedaría ciego. Él lo sabía, y por eso se estaba preparando para cuando llegara ese momento.

Sus amigos, vecinos y compañeros la sabían lo que le pasaba, y procuraban ayudarle en lo que podían. Aunque Gustavo era muy independiente y procuraba valerse por sí mismo.

Un día llegó al barrio un niño nuevo. El niño se llamaba Adrián. A Adrián le hizo mucha gracia ver a Gustavo con sus enormes gafas y con ese gesto tan extraño que ponía cuando no podía ver algo. Aunque lo que más le divertía era ver cómo trataba de hacer las cosas sin las gafas.

Adrián estaba todo el día metiéndose con Gustavo. Le llamaba cosas horribles. A Gustavo le daba igual y pasaba de Adrián. Incluso les pidió a los demás que le dijeran nada al nuevo, proque cuando más cosas le decían, más se enfadaba el otro.

Un día, la asociación de vecinos del barrio organizó una excursión familiar para visitar un paraje cercano. Era un sitio precioso en el que la naturaleza había creado una hermosas cuevas. Todos los vecinos acudieron, incluido Adrián.

Durante la visita colocaron a los niños en parejas para visitar el interior de una de las cueva. Lo hicieron por sorteo, para evitar problemas. A Gustavo le tocó con Adrián.

Como no podía ser de otra forma,. Adrián se fue metiendo con Gustavo durante toda la visita. Y como cabía esperar, se perdieron, porque Gustavo apenas veía y Adrían iba más pendiente de ofender a su compañero que de atender al guía. Al final se cayeron por una especie de tobogán natural que había en la cueva y acabaron en un lugar completamente oscuro.

-¡Mira lo que ha pasado por tu culpa, cegato! -le gritó Adrián a Gustavo al darse cuenta de lo que había pasado.

-No creo que valga la pena discutir de quién es la culpa, listillo -se defendió Adrián-. ¿O es que quieres quedarte aquí solo?

-Desgraciadamente tendré que cargar contigo, pedazo de inútil -le increpó Adrián.

-Que apenas vea no me convierte en un inútil - ijo Gustavo. Será mejor que dejemos de discutir y pensemos en lo que vamos a hacer.

-Lo mejor será gritar -dijo Adrián.

-Creo que mejor será escuchar primero -dijo Gustavo.

-Mejor miramos a ver qué vemos -dijo Adrián entre risas-. ¿Coger la ironía? ¡Porque no se vé nada de nada!

-A mí me da igual -dijo Gustavo-. Yo apenas veo nada nunca, ¿lo pillas? Haz el favor de callarte, que lo que me falta a mí de vista te sobre a ti de lengua.

Adrián se quedó tan impresionado por la actitud de Gustavo que se quedó completamente callado. Al poco tiempo oyó que Gustavo decía:

-Vamos, la salida está por aquí.

-¿Cómo lo sabes? -preguntó Adrián.

-Perdidos en una cuevaUn poco de instinto, un poco de lógico, un poco de observación…. -dijo Gustavo.

-¿Observación? -preguntó Adrián-. No te ofendas.

-No solo la vista nos permite observar, ¿sabes? -dijo Gustavo-. Llevo tiempo trabajando mis otros sentidos. Es increíble lo que se puede percibir con ellos. Y no te digo nada si además utilizas el sentido común, un sentido del que parece que tú careces por completo.

-Vale, vale, lo pillo -dijo Adrián-. Prometo no volver a meterme contigo nunca más. Pero ayúdame a salir, por favor.

-Vamos -le dijo Gustavo mientras le tendía la mano-. Tú pones los ojos y yo todo lo demás.

-De acuerdo -dijo Adrián.

Y salieron de allí. Cuando aparecieron todos estaban fuera ya y respiraron tranquilos.

-¡Qué susto! -dijeron.

Adrián y Gustavo contaron su aventura, eso sí, obviando su discusión. Desde entonces Adrián se ha convertido en los ojos de Gustavo, y este… en todo lo demás para su nuevo e inseparable amigo.
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