Lalia tenía solo tres años, pero ya había asustado a todo el colegio. Cada vez que Lalia aparecía en clase tiraba todos los juguetes, descolocaba las sillas y tiraba todos los abrigos.
Cuando iba a casa alguna amiga o de alguno de sus primos, Lalia tiraba sus juguetes, rompía todo lo que podía y le cogía las pinturas para ensuciar su ropa y sus libros.
Todos los niños y las niñas huían cuando veían a Lalia. Nadie quería jugar con ella. Algunos incluso lloraban cuando la veían.
-Tienes que portarte bien, Lalia, sino no vas a tener nunca amigos -le decían sus padres, sus tíos y sus maestros.
Pero a Lalia le daba igual. A veces la castigaban, pero no le importaba. Lo mucho que le había gustado hacer la trastada que le había valido el castigo solía valer la pena. Y era así, día tras día, semana tras semana. Hasta que otra niña, Matilda, se cansó y decidió tomar medidas.
Todos los días mientras recogían para irse a casa, Lalia aprovechaba para pegar a alguien, tirar alguna cosa o esconder algo y así hacer rabiar a alguno de sus compañeros mientras la maestra estaba en la puerta entregando niños a sus padres. Como a Lalia la iban a buscar la última tenía tiempo de sobra para sus fechorías. Pero el día que Matilda actuó la cosas fueron bien distintas.
Matilda convenció a otra niña para que le ayudará a meter a Lalia en la casa de juguete que tenían en la clase. Entre otras dos la sujetaron a través de las ventanas para que no saliera. Otros cuatro niños se dedicaron a arrastrar sillas y mesas y ponerlas alrededor de la casa para que Lalia no pudiera salir.
La maestra, acostumbrada al ruido, ni se dio cuenta de lo que pasaba, mientras seguía entregando a los niños. Cuando llegó la madre de Lalia y la niña no aparecía es cuando se dio cuenta que salían voces de la casa.
Entre la madre y la maestra retiraron las mesas y las sillas. Y allí encontraron a la niña, llorando desconsolada.
Desde entonces Lalia no ha vuelto a meterse con los demás, porque ha aprendido la lección. Pero tampoco tiene amigos, porque nadie quiere estar con ella después de todas las maldades que ha hecho.
Ojalá Lalia no hubiera tenido que aprender por las malas lo importante que es respetar a los demás. Ojalá en vez de castigar y disciplinar pensáramos más en fomentar la convivencia y la colaboración. Tal vez las cosas serían distintas, para Lalia y para todos los niños que pegan y acosan a sus compañeros, para todos los que tienen que responder con violencia porque nadie interviene intentando poner un poco de paz.