Desde hacía tiempo, la ciudad de Robotown estaba gobernada por robots. A pesar de que la ciudad poseía tecnología avanzada, no era ni mucho menos un lugar feliz para los humanos.
Roboh, el gobernador, estaba diseñado para mantener el orden y la paz en la ciudad. Para mantenerse en el poder, Roboh necesitaba controlar todo aspecto de la vida en la ciudad, y eso incluía la información que los ciudadanos recibían y lo que se les permitía hacer.
Un día, a Roboh se le ocurrió una idea que parecía genial, al menos, para él: modificar el cerebro de los bebés al nacer para poder programarlos, como a los demás robots.
—Los experimentos con niños más mayores no terminan de ser satisfactorios, pero los bebés son otra cosa —dijo Roboh a Roberto, su asistente, un niño modificado robóticamente que, aunque tenía la capacidad de pensar y tomar decisiones, estaba controlado por el propio Roboh.
—Es muy peligroso, Roboh, no sé yo… —dijo Roberto.
—¡A callar! —dijo Roboh—. O haces lo que yo te diga o te programaré para que no pienses por ti mismo nunca más.
Roberto obedeció, aunque sintió una chispa dentro de él.
—Creo que tenido un cortocircuito en alguna parte —dijo Roberto. Pero no lo debió decir muy alto, porque Roboh no le escuchó.
Menos mal, porque ese cortocircuito lo cambió todo.
Roberto fue a ver a Mía, su antigua vecina. Habían sido muy amigos, antes de que Roboh se llevara a Roberto para transformarlo.
—Tengo que contarte una cosa importante, Mía —dijo Roberto.
—¿Ya no eres un robot? —preguntó ella.
—No sé lo que soy, pero algo ha cambiado dentro de mí. Pero eso no es lo importante. Roboh está a punto de hacer algo horrible.
Roberto le contó a Mía lo que sabía.
—Tenemos que hacer algo —dijo Mía—. Se lo tenemos que contar a la gente.
—No sabemos quién está del lado de Roboh y quién no, Mía. Tendremos que hacerlo nosotros. ¡Ay!
—¿Qué te pasa? Te sale humo por las orejas. Humo de verdad.
—Me estoy cortocircuitando. ¡Ay!
—Necesitamos ayuda. Si alguien no te saca los circuitos y los chips de la cabeza te vas a freir por dentro.
—No podemos confiar en nadie.
—Tenemos que arriesgarnos si no quieres acabar echando chipas por los ojos. Mi tío Siete nos ayudará.
—¡Ese fue el que me cableó el cerebro!
—Por eso. Hace tiempo que huyó y está escondido. Vamos.
Siete le arregló la cabeza a Roberto mientras Mía y él trazaban un plan para derrocar a Roboh.
—Si hacemos eso, ¿qué pasará después? —preguntó Mía.
—Volveremos temporalmente a algo parecido a la Edad Media, pero nos libraremos de Roboh y de todos los demás. En cuanto arregle todas las cabezas cableadas…
—¡Restauraremos la electricidad! Y volverá la luz, Internet y todo eso.
—¿A ver si me lo pienso y no enchufo nada, eh! Es broma. Vamos, tenemos mucho que hacer.
Entre los tres cortaron todo el suministro eléctrico. Sin electricidad y sin Internet, los robots acabaron por quedarse sin energía y sin medio de comunicación entre ellos.
Cuando Siete arregló a todos los niños cableados desmontaron a los robots y volvieron a conectar la electricidad.
Y así se libraron de Roboh y sus secuaces. Aunque la tarea que tienen por delante es bastante complicada, al menos todos saben que podrán vivir en libertad.
—¿No deberíamos cambiarle el nombre a la ciudad, tío Siete? —preguntó Mía.
—Mejor dejémoslo así, para que nade se olvide de lo que ha pasado. Tal vez así no vuelva a repetirse nunca.