Un día, aparecieron en el alféizar de la ventana de Rodrigo un montón de ramitas. Al día siguiente, paja seca y, al siguiente, un poco de algodón. Rodrigo no le prestó demasiada atención hasta que su madre le ayudó a comprender lo que estaba pasando. Una paloma, de las que acostumbraban a alimentar en el parque con pan y arroz, estaba haciendo un nido para sus huevos. Y había elegido la ventana de Rodrigo, lo que el niño consideró todo un privilegio.
A los pocos días, el nido estaba terminado y la paloma se pasaba largas horas allí sentada, observando la calle. De vez en cuando, Rodrigo le daba migas de pan y alguna semilla. A los pocos días, aparecieron tres pequeños huevos blancos y relucientes. Rodrigo sacó un libro de la biblioteca sobre este periodo de la vida de las palomas, desde que aparecen los huevos en los nidos. Quería saber cómo iría pasando todo. Leyó que el periodo de incubación era de unos 18 días. Es decir, el tiempo que pasan los huevos en el nido recibiendo calor.
Rodrigo observó cómo, en vez de una paloma, eran dos las que revoloteaban por el nido. Después se enteró de que, en el mundo de estas aves, el macho y la hembra se turnan para vigilar los huevos en el nido.
A las dos semanas de que apareciesen los huevos, nacieron tres pequeños pichones, pues así se llama a las crías de paloma. La mamá paloma los vigilaba y les daba calor con su plumaje y se turnaba con el macho. Eran tan pequeños que aún no sabían ni piar, pero sí mantenerse en pie. La madre paloma les alimentaba con una especie de papilla que ella misma fabricaba y les daba con su pico.
Rodrigo miraba divertido cómo los pequeños pichones esperaban ansiosos a que fuese su turno para comer. Pero siempre respetaban el de sus hermanos. A las pocas semanas, el plumaje de los pichones, que era amarillo cuando habían salido del cascarón, pasó a ser gris, como es el de las palomas adultas. Abrieron los ojos y empezaron a ser más revoltosos en el nido.
Todos los días, nada más llegar del cole, antes incluso de merendar, Rodrigo corría a la ventana a observar a los pichones. Le encantaba ver cómo comían y poco a poco empezaban a aletear.
Unas semanas después ya sabían volar. De hecho, un día al atardecer abandonaron el nido. No sin antes despedirse de Rodrigo, que tanta compañía les había hecho. El niño pudo antes hacer unas fotos a los pichones que, cuando dejaron su ventana, ya eran auténticas palomas adultas listas para surcar los cielos.