Sergio no entendía la razón por la que, de un día para otro, habían dejado de poder ir al pueblo. Solían ir casi todos los fines de semana. En verano a disfrutar del río y la playa, en otoño a coger castañas, en invierno a jugar con la nieve y en primavera a observar flores y pájaros. Pero ese año todo estaba revuelto.
Los mayores más pendientes que nunca de la tele y los periódicos y apenas iban a visitar a los abuelos. Cuando lo hacían, le recordaban que no se acercase mucho, que no los achuchase y que tampoco se quitase la mascarilla. Menos mal que, el día que habían ido a comprarlas, Sergio había elegido una de Batman y otra de Frozen. Al menos, ya que tenía que llevarlas porque tenía ya 8 años, eran de sus personajes favoritos.
Sus padres, viendo que Sergio estaba triste por no poder ir al pueblo, le explicaron los motivos. Desde hacía unos meses, todo el mundo vivía acechado por un enemigo llamado coronavirus que ya se había llevado la vida de muchas personas. Era algo nuevo y por eso los científicos aún no tenían del todo claro cómo se contagiaban las personas, cómo curarlas y cómo lograr tener una vacuna.
-Una vacuna como la del tétanos o la gripe que te pusieron hace un tiempo, cariño- le dijo su madre a Sergio.
Mientras la situación se iba controlando, el gobierno había decidido que las personas se moviesen lo mínimo posible para evitar contagiarse unas a otras. Entre otras cosas, para que en los hospitales y centros de salud pudiesen trabajar con tranquilidad atendiendo bien a todos los enfermos.
-No solo de esta enfermedad Sergio, sino también de otras que ya existían- le dijo su padre.
Se trataba de que, si las personas tenían que acabar en el hospital, hubiese espacio para todas y los médicos y enfermeros pudiesen atenderlos bien. Por eso, solo se podía salir de la ciudad para ir a trabajar o al médico. No para ir al pueblo. Quien sí podía era la madre de un amigo de Sergio que se llamaba Ramón. Ella tenía un permiso especial porque iba dos veces a la semana a su casa del pueblo a llevar comida a su padre que vivía solo y era ya muy mayor. Tampoco podía haber en los bares tanta gente como antes para que pudiese haber espacio y ese maldito virus no pasase de unas personas a otras.
Con un poco de paciencia y usando palabras que él pudiese entender, Sergio comprendió muy rápido que todos tenían que hacer un esfuerzo. Y que quedarse en casa tampoco era tanto esfuerzo. Sobre todo porque tenían la suerte de tener cosas con las que entretenerse. La tele, la play, libros o discos de música. Y, sobre todo, porque tenían una casa en la que quedarse. Aún recordaba que el año pasado a la familia de un niño de su clase la habían echado de su piso por no poder pagar. Así que Sergio era bien consciente de que él era un niño afortunado.