En Villarmonía todos tocaban algún instrumento. Y lo hacían muy bien. Solo había una persona que no podía tocar. Se llamaba Shira.
Shira era una excelente violinista, la mejor de Villarmonía. Pero un trágico accidente la dejó completamente sorda. Desde aquello, no había vuelto a coger el violín.
Durante los primeros meses, Shira estuvo muy triste. No solo no podía tocar, sino que tampoco podía oír lo que tocaban los demás.
—Debería irme de aquí —le escribió Shira a Marimusi, su mejor amiga.
—Este es tu hogar y aquí tienes todo lo que amas —respondió Marimusi.
—No, lo que más amo es la música, y no puedo escucharla ni crearla —dijo Shira—. ¿Qué hago yo en una ciudad llena de música si no puedo sentirla?
—¡Ya lo tengo! —escribió Marimusi—. Tal vez no puedas oírla, pero aprenderás a sentirla.
Así fue como Shira aprendió a sentir la música a través de las vibraciones y a escuchar la música en su cabeza viendo a los intérpretes. Incluso aprendió a hablar de nuevo, aunque no podía escucharse, y a leer los labios de los demás.
Un día, mientras paseaba por el parque, Shira sintió una extraña vibración en la tierra que le hizo detenerse. La gente corría a su alrededor, con las manos tapándose los oídos, y con unas extrañas muecas en sus rostros.
—¿Qué estará pasando aquí? —se preguntó Shira.
Miró a su alrededor, pero no vio nada. Fue la vibración del suelo lo que la condujo un antiguo castillo en ruinas que había sido durante mucho tiempo el conservatorio de música de Villarmonía.
—¿Qué será esa luz que parpadea? —se preguntó Shira.
Shira se acercó con cuidado. En lo que en su día fue la sala de conciertos había una jaula. Dentro de la jaula había una pequeña hada de luz.
—Es tu luz la que parpadea —dijo Shira—. Si sigues así, te apagarás.
El hada de luz empezó a revolotear dentro de la jaula y a enseñarle a Shira un violín que había a los pies de la jaula. Pero con tanto movimiento, Shira no entendía nada.
Shira cogió el violín. Junto a él había una nota que decía:
Si la melodía puedes tocar sin desafinar,
a la pequeña hada liberarás.
Pero, ¡ay de ti si tocas mal!
Si desafinas, el hada se apagará.
—No puedo hacer esto, pequeña hada. Y menos con un violín encantado.
Por fin, el hada se quedó quieta y le dijo:
—Confía en ti, puedes hacer.
—Es que no oigo nada. Estoy sorda —dijo Shira.
—¡Siéntelo! —dijo el hada de luz.
—¿Por qué nadie ha podido liberarte? —preguntó Shira—. En Villarmonía hay excelentes violinistas.
—Muchos lo han intentado, pero el violín tiene un sonido horrible. No suena a violín, y los que lo intentan huyen despavoridos al oír un sonido tan horribles.
—Ah, ya entiendo, ese es el motivo por el que he visto a la gente huir —dijo Shira, mientras cogía el violín encantado.
—Si lo hago mal…—dijo Shira.
—No tengo nada que perder —dijo el hada de luz—. Eres mi última esperanza. Apenas me queda luz.
Shira se concentró. Cogió el violín y lo apoyó en su hombro izquierdo y acarició las cuerdas. Con la mano derecha, cogió el arco y sintió su suave tacto entre los dedos.
Tocó la primera cuerda al aire. Sintió su vibración. Luego la segunda, la tercera, la cuarta.
—¡Lo siento! —dijo Shira.
El suelo temblaba. No importaba. Shira era capaz de concentrarse en las vibraciones del violín.
Poco a poco, Shira empezó a hacer una escala. Algo sencillo. El suelo tembló aún más.
—¡Vas bien! —dijo el hada de luz.
Pero Shira no la vio hablar. Estaba tan concentrada en sentir el violín que no percibía nada más.
S
e fue dejando llevar. De las escalas pasó a los arpegios, y de los arpegios a las melodías que aprendió de niña. Y fue avanzando en sus recuerdos, hasta tocar el repertorio de su último concierto, el que dio el día antes del accidente: los caprichos de Paganini.
En ese punto, toda Villarmonía se sacudía con violencia. Pero Shira no podía dejar de tocar. Y, con la última nota, la jaula se desvaneció y todo volvió a la normalidad.
—¡Me has salvado! ¡Y has salvado a toda la ciudad! —dijo el hada de luz—. El mago Disonante estaba dispuesto a acabar con Villarmonía.
—¿Por qué? —preguntó Shira.
—No le gusta la música, la detesta —dijo el hada de luz—. Si no llega a ser porque tú… no oyes…
—Ha sido una suerte encontrar una violinista sorda, ¿eh? —dijo Shira.
—No quise decir eso, yo…—intentó disculparse el hada.
—No te preocupes, es lo que soy —dijo Shira—. Tal vez no pueda oír, pero lo que puedo sentir ahora es increíble. Si no puedo oír, al menos utilizaré mis nuevas habilidades para defender lo que más amo.
Así fue como Shira se convirtió en la defensora de Villarmonía y de todas las maravillas que se hacían allí.
El violín encantado lo guardaron en una cámara secreta, por si acaso algún día volvía a ser de utilidad para espantar a otro ser maligno que quisiera acabar con la música. Nunca se sabe…