Hace ya bastante tiempo vivió un hombre llamado Thomas. Desde niño, Thomas sintió un gran interés por saber cómo funcionaban las cosas y por plantear los problemas de forma diferente. Sus principales pasiones eran la lectura y hacer experimentos de todo tipo.
El problema es que Thomas no sentía ningún interés por lo que decían en la escuela. Se pasaba tanto tiempo curioseando y pensando que su maestro habló con sus padres.
-Este niño no vale para estudiar. ¡Es absolutamente estéril e improductivo! -dijo el maestro.
Estas palabras tan rebuscadas calaron hondo en el corazón de Thomas, y le valieron una buena reprimenda de sus padres.
Thomas siguió acudiendo a la escuela hasta que pudo ponerse a trabajar. Un día, mientras repartía periódicos en la estación del tren como todas las mañanas, vio a niño que se había tropezado al cruzar las vías del tren y no podía levantarse.
Thomas fue corriendo a ayudarle, ya que sabía bien que no tardaría mucho en llegar el próximo tren. El padre del muchacho, muy agradecido, le regaló a Thomas lo que más le gustaba: un nuevo conocimiento.
Así fue como Thomas aprendió telegrafía, ese lenguaje a base de puntos y rayas que se transmite con pitidos y que, entonces, era la única forma de enviar mensajes a distancia.
Gracias a este nuevo conocimiento, Thomas consiguió varios trabajos relacionados con los ferrocarriles, aunque su espíritu rebelde no le permitía mantener mucho sus puestos de trabajo.Sin embargo, esto le permitió seguir aprendiendo y encontrar nuevas ideas para sus experimentos y primeros inventos.
Su ingenio y su capacidad para solucionar problemas le permitieron arreglar una avería muy grave en una ciudad importante, lo que le dio acceso a más conocimientos. Además, esto le permitió conocer gente muy importante.
Thomas tuvo entonces la oportunidad de seguir con sus inventos, incluso creó su propia fábrica de inventos, donde desarrolló más de cuatrocientas ideas que cambiaron el mundo.