Tito era un gatito que vivía feliz en la ciudad. Por el día, Tito deambulaba por las calles, saludando a los demás gatos, jugando con los ratoncillos y merodeando entre los humanos. A Tito todo lo que veía le parecía maravilloso.
Por las noches, Tito se refugiaba bajo un montón de cartones o en algún almacén, cuando encontraba alguna ventana abierta por la que colarse.
Tito no conocía la maldad, porque todo lo que le pasaba era genial. Todos los gatos le saludaban. Y cuando los veía susurrar entre ellos, Tito pensaba:
—Están comentando lo mucho que me aprecian y cuánto valoran mi amistar.
Cuando jugaba con los ratones y estos le tiraban piedrecitas o le mordisqueaban las patas, Tito pensaba:
—¡Ay que ver, qué juguetones y traviesos son estos ratoncitos! ¡Qué divertido es jugar con ellos!
Y cuando un niño le tiraba del rabo o lo cogía por la piel y lo lanzaba lejos, Tito pensaba:
—Estos humanos son geniales. Tendré que ponérselo más difícil para que no se aburran.
Una mañana, un pajarito que contemplaba a Tito todos los días y escuchaba lo que el gatito se decía a sí mismo bajó para hablar con él. Y le dijo:
—Gatito Tito, los gatos a los que saludas cuchichean para reírse de ti y, cuando desapareces, se ríen a tu costa. Y los ratones no juegan contigo, sino que te atacan. En cuanto a los humanos, esos directamente se ríen de ti y un día van a hacerte daño.
Pero el gatito Tito no quiso escuchar al pajarito.
—Te agradezco el interés, amigo pájaro —dijo el gatito Tito—, pero creo que te equivocas.
Y siguió su camino.
Los días pasaban, y siempre se repetía la misma historia. Pero el gatito Tito siempre lo veía todo con buenos ojos.
Un día, el gatito Tito se encontró con unos perros en un callejón. Era grandes y estaban sucios y muy flacuchos. Tito, al verlos con tan mala pinta, sintió pena de los pobres perros. Así que se le ocurrió que tal vez podría ayudarlos.
—Hola, chicos —les dijo el gatito Tito—. Sois nuevos por el barrio, ¿verdad?
—Sí, gatito, acabamos de llegar —dijo uno de los perros—. Buscamos algo de comer, y al parecer hemos tenido suerte.
—Por supuesto —dijo el gatito Tito—. Yo os ayudaré a encontrar comida. Seguidme.
El gatito Tito echó a andar, pero no pudo avanzar mucho, porque los perros le rodearon, enseñando los dientes y babeando.
—¡Tú eres nuestra comida! —gruñeron.
Por primera vez en su vida, el gatito Tito no le vio nada de positivo a la situación.
Afortunadamente, los gatos del barrio aparecieron, alertados por el pajarito, que les había avisado, diciéndoles:
—Corred a ayudar al gatito Tito, que si se lo comen a él cogerán fuerzas y después os tocará a vosotros el turno.
Los demás gatos ayudaron al gatito Tito, lanzándose de uñas contra los famélicos perros, que salieron espantados de allí para no volver nunca.
—¡Ves, pajarito, como estos gatos son buenos amigos míos! —le dijo el gatito Tito al pájaro.
—¡Ay, Tito, no tienes remedio! —exclamó el pajarito.
—Tito, será mejor que tengas más cuidado —le dijo uno de los gatos—. Esos perros iban a comerte.
—Os estoy muy agradecido por ayudarme —dijo el gatito Tito.
A partir de entonces, Tito prestó más atención a lo que pasaba a su alrededor, pero no dejó de verlo todo con buenos ojos. Al fin y al cabo, las cosas son bonitas o feas según el cristal con que se mire.