Hace mucho tiempo vivió una niña que, siempre que podía, se paraba a contemplar las nubes. La chiquilla estaba convencida de que había un tesoro mágico y maravilloso oculto allí arriba.
Un día, mientras la muchacha contemplaba con mucho interés unas grandes nubes blancas, un jinete pasó a su lado. Al ver a la niña tan interesada en el cielo, el jinete se bajó del caballo y le preguntó:
—¿Qué miras con tanto interés, pequeña?
—El cielo —respondió la niña—. Estoy buscando el tesoro que se oculta entre las nubes.
—¿Un tesoro? ¿Cómo sabes que hay un tesoro oculto entre las nubes? —preguntó el jinete.
—Lo sé —dijo la niña.
El jinete volvió a subir a su caballo y retomó su camino. Durante los días que duró su viaje, paró muchas veces a mirar el cielo.
Cuando el jinete llegó a su destino, su padre, un hombre bien acomodado, salió a su encuentro y le preguntó:
—¿Te veo agitado, hijo? ¿Qué te ocurre?
El jinete le contó lo que le había dicho la niña. El padre enseguida mostró interés. Tras varios días pensando en ello, el hombre decidió enviar a su hijo a buscar el tesoro.
—Ya eres casi un adulto —le dijo—. La búsqueda del tesoro te dará experiencia y te hará un digno heredero.
El jinete preparó un pequeño saco con algunas cosas y se marchó con su caballo como único compañero.
Días después de su partida, el muchacho volvió a encontrar a la niña mirando al cielo. Este estaba completamente despejado.
—¿Dónde crees que se esconde el tesoro en días como este, con un cielo tan limpio y tan azul? —preguntó el jinete.
—No lo sé —dijo la niña—. Tal vez una nube lo haya dejado sobre las montañas antes de desaparecer.
—Pero las montañas están muy lejos —dijo el jinete.
—También puede ser que el tesoro cambie de nube o que la nube que lo esconde haya sido llevada muy lejos por el viento —dijo la niña.
—Pero ¿cómo podrás saber qué nube esconde el tesoro? —preguntó el jinete.
—Cuando la encuentre lo sabré —dijo la niña.
—Me gustaría encontrar ese tesoro —dijo el jinete—. Mi padre me ha enviado en su busca.
—¡Oh, qué maravilla! —exclamó la niña—. Me gustaría ayudarte.
—Lo harías contándome todo lo que sabes sobre el tesoro oculto entre las nubes —dijo el jinete.
—Lo haré encantada —dijo la niña—. Baja del caballo y te lo contaré todo.
La niña estuvo hablando sobre todo lo que sabía sobre las nubes y lo que había descubierto durante todos los años que había estado contemplando el cielo.
Le habló de cómo el viento empujaba las nubes, de lo que ocurría cuando el cielo se oscurecía en pleno día, de la lluvia, de las tormentas, de los rayos y de los truenos.
Como se hacía tarde, la niña invitó al joven jinete a cenar a su casa. El jinete accedió encantado.
Los padres de la niña acogieron al joven y, además de compartir su sencilla cena, le ofrecieron un lugar donde pasar la noche.
El jinete se sintió muy agradecido por la hospitalidad de aquella gente y se ofreció a pagarles unas monedas. Sin embargo, ellos no aceptaron. Incluso le invitaron a que volviera cuando lo necesitara.
El jinete, muy agradecido, prometió volver más adelante. Montó en su caballo y se marchó.
Durante semanas exploró caminos, miró el cielo desde diferentes lugares, subió colinas, escaló montañas. Sin embargo, por mucho que ascendiera, por mucho que observara, el muchacho no conseguía ninguna pista sobre el paradero del tesoro.
Un día, tras una mañana de intensa lluvia, en la que el cielo permaneció cubierto por una extensa sábana gris de nubes furiosas, algo sorprendió al jinete. Un inmenso arcoíris cubrió el cielo. El inmenso arcoíris cubría el horizonte casi en toda su extensión.
Pensando que tal vez en el arcoíris hubiera alguna pista del tesoro, el jinete galopó hacia allí. No llegó a tiempo. Antes de que pudiera localizar el punto exacto donde nacía el arcoíris, este desapareció.
Así se pasó el jinete las semanas, de acá para allá, mirando el cielo, persiguiendo nubes, rastreando arcoíris.
Un día, el muchacho pensó que, tal vez, lo que tenía que hacer era subir hasta las mismas nubes, pues tal vez, desde allí arriba, sería más fácil encontrar una pista del paradero de tesoro.
El problema es que ya había subido a las montañas más altas que conocía. Y, desde allí, las nubes todavía estaban muy altas.
Desanimado y ya sin esperanza, el jinete decidió volver a casa. Sin volver a mirar al cielo, el muchacho emprendió el camino de vuelta.
Varias semanas después volvió a pasar junto a la niña, que seguía mirando el cielo.
—¿Ya tienes el tesoro? —preguntó la niña.
—Es imposible, pequeña —dijo el jinete—. Llevo meses tras él y no he conseguido nada.
—Tal vez el tesoro no sea un cofre lleno de monedas de oro y joyas —dijo la niña.
—¿Qué podría ser si no? —dijo el jinete.
—Cuando miro las nubes, cuando veo el cielo, pienso en qué habrá más allá —dijo la niña.
—¿Más allá de dónde? —preguntó el jinete.
—Más allá del sol, más allá de la luna, más allá de las estrellas, más allá del universo —dijo la niña.
—¿Qué quieres decir? —dijo el jinete.
—Que tal vez el verdadero tesoro sea poder admirar todo esto, nada más —dijo la niña.
El jinete se quedó pensando. En realidad, durante todos los meses que había durado su búsqueda se había sentido muy feliz. No había necesitado gran cosa para sobrevivir. Había conocido gente amable que le había dado cobijo cuando lo había necesitado, que le había dado de comer y que le había echado una mano.
Había descubierto rincones increíbles. Había conocido gente maravillosa. Se había hecho más fuerte, más paciente, más observador.
Cuando se lo contó a la niña, esta lo miró maravillada y le dijo:
—Cuando sea un poco más mayor, yo también me iré a explorar el mundo, a ver qué descubro mientras busco el tesoro oculto en las nubes.
Esa noche, como había prometido, el jinete visitó a la familia de la niña de nuevo. A ellos también les contó todo lo que había vivido en los últimos meses. Les habló del secreto del tesoro escondido en el cielo y de todo lo que había descubierto mientras lo buscaba.
—¿No se enfadará tu padre cuando vuelvas con las manos vacías? —le preguntó la niña.
Él respondió:
—Lo que llevo vale más que el oro y las piedras preciosas.