HabÃa una vez un unicornio que era un muy pesado y no dejaba de molestar; lo que se dice, un auténtico incordio. Por eso todos le llamaban Unincordio.
Unincordio, el unicornio, se pasaba el dÃa fastidiando a todo el que se cruzaba en su camino. Y si no se cruzaba nadie —cosa habitual, pues todos le evitaban—, Unincordio iba en busca de cualquier al que pudiera importunar.
Lo que más le gustaba a Unincordio, el unicornio, era revolver el cabello largo enredándolo con su enorme cuerno. Se lo hacÃa a las hadas, a los elfos, a los humanos e incluso a los leones.
A Unincordio, el unicornio, también le gustaba mucho enganchar a por detrás con su cuerno la ropa o la piel peluda de los animales. Unas veces simplemente metÃa el cuerno y empujaba al que fuera. Pero otras los agarraba bien y los lanzaba varios metros a lo lejos.
Aun asà lo que sin duda era el pasatiempo favorito de Unincordio, el unicornio, era meter el cuerno en cualquier agujero que encontrase a ver qué pasaba. Le daba lo mismo un agujero en la tierra que un hueco en un árbol, una ventana, una puerta o el orificio nasal de un caballo.
Un dÃa, todos los vecinos del lugar se reunieron. Unincordio, el unicornio, se habÃa convertido en un auténtico problema. No por lo molesto que resultaba, sino porque Unincordio, el unicornio, no entendÃa que lo que hacÃa resultaba muy desagradable. Y es que, para Unincordio, el unicornio, lo que hacÃa no era más que una broma.
—DeberÃamos hacerle lo mismo que él nos hace a nosotros, para que vea que no tiene gracia —dijo el búho.
—Eso, que beba de su propia medicina —dijo el conejo.
Y asÃ, entre todos, se organizaron para que Unincordio, el unicornio, viera lo molesto que resultaba todo lo que él hacÃa.
La primera acción la tomaron las hadas. Con una gran rama se dedicaron a perseguir a Unincordio, el unicornio, para revolverle las crines.
—Dejadme, que me hacéis daño —exclamó Unincordio, el unicornio.
—Eso mismo te decimos nosotras y no nos haces nunca caso —dijeron las hadas.
Pero yo lo hago en broma —dijo Unincordio, el unicornio.
—¡Y nostras también! —dijeron las hadas.
Unincordio, el unicornio, huyó de ellas.
—Da gracias que no ha sido el león el que ha decidido gastarte esta broma —le gritaron las hadas, a lo lejos.
A Unincordio, el unicornio, no le dio tiempo a reflexionar sobre ello, porque enseguida unos pájaros empezaron a engancharle la piel, y a levantarlo del suelo unos centÃmetros.
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€”¡Dejadme! —gritó Unincordio, el unicornio. Me hacéis daño.
—El mismo que tú le haces a nuestros amigos cuando les enganchas con tu cuerno —dijeron los pájaros.
Unincordio, el unicornio, salió huyendo. Pero no le dio tiempo a pensar en lo que habÃa pasado, pues, a lo lejos, un rinoceronte se acercaba corriendo peligrosamente hacia él.
Unincordio, el unicornio, salió corriendo, imaginando que el rinoceronte tenÃa el encargo de reproducir su broma favorita.
Y muy cerca estuvo de sufrirla en sus propias carnes.
Al dÃa siguiente Unincordio, el unicornio, salió a dar un paseo. Nadie le hizo nada, y él no tampoco molestó a nadie.
—Buenos dÃas, Unincordio —le saludaban todos.
Él respondió a todos como si nada hubiera pasado. Y, desde entonces, todos vivieron felices, sin molestarse unos a otros.