Era el día en que la princesa de España cumplía doce años. Era una día precioso. La princesa paseaba y jugaba con otros niños, nobles y plebeyos, pues el rey había permitido a su hija que invitara a todos los que quisiera, aunque no tuvieran sangre real.
El rey observaba a los niños desde una ventana. Estaba triste. Con él estaba su confesor. También estaba su hermano, al que odiaba.
El rey estaba más triste que de costumbre, porque al ver a la infanta tan feliz se acordaba de la reina, la madre de la infanta, que había muerto seis meses después de nacer la niña, a la que amaba profundamente.
Mientras el rey veía a la infanta jugar en la terraza, recordaba todo el tiempo que pasó con su esposa. La niña se parecía mucho a su madre. Pero la risa penetrante de los niños le lastimaba los oídos y el sol le molestaba a los ojos. Así que corrió la cortina.
La infanta hizo un gesto de desagrado al no ver a su padre y se encogió de hombros. Su padre tendría que haberla acompañado el día de su cumpleaños, y no entendía por qué no estaba con ella.
Su tío y el confesor de su padre eran más cuerdos. Habían bajado a la terraza para saludarla y decirle frases bellas y galantes. Levantó entonces su cabecita, y de la mano de su tío bajó con calma las escaleras, para dirigirse hacia un gran pabellón que habían levantado a un extremo del jardín. Los demás niños la seguían. En el pabellón se representó un corrida de toros de mentira, para goce de todos los presentes. También hubo juegos malabares, un grupo de niños cantores y un grupo de niños bailarines.
En el momento en que salían de la iglesia, un grupo de gitanitos avanzó por la plaza, se sentaron y empezaron a tocar suavemente sus instrumentos. Después se fueron regresaron con un oso pardo, sujeto por una cadena, que llevaba en los hombros varios monos. Pero lo más divertido de la fiesta fue la danza del enanito.
La infanta lo había fascinado tanto que el enano parecía bailar solamente para ella. Cuando terminó de bailar, la niña sacó la rosa blanca de sus cabellos y la arrojó a la plaza con la más dulce de sus sonrisas. El enano tomó la cosa muy en serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al corazón antes de arrodillarse delante de la infanta, gesticulando con sus ojos chispeantes de alegría.
La infanta que no pudo contener la risa y manifestó a su tío el deseo de que se repitiera la danza. Al saber que iba a bailar de nuevo ante la infanta el enanito se sintió tan orgulloso y feliz, que se lanzó a correr por el jardín besando la rosa blanca de forma absurda y estrambótica.
Hasta las flores se indignaron de aquella insolente invasión a sus dominios, y cuando le vieron hacer piruetas por los paseos y agitar los brazos de modo tan ridículo, no pudieron contenerse.
-Es demasiado horrible para permitirle estar donde estamos nosotros -exclamaron los tulipanes.
-¡Ojalá bebiera jugo de amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! -dijeron las grandes azucenas.
-¡Qué cosa tan horrible! -aullaron las calceolarias.
-¡Y lleva una de mis rosas más bellas! -exclamó el rosal blanco-. Yo mismo se la di esta mañana a la infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha robado.
Y se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Atajen al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
En su despreocupación, el enano llegó a pasar rozando el viejo reloj de sol, el cual se desconcertó tanto que casi se olvidó de señalar los minutos, y comentó con el pavo real plateado que todo el mundo podía advertir que los hijos de los reyes eran reyes, y carboneros los hijos de los carboneros. Afirmación que aprobó el pavo real:
-¡Indudablemente, indudablemente! -dijo.
Sin embargo, los pájaros amaban al enanito. Es por eso que volaron a su alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando entre sí. El enanito estaba tan maravillado que les mostró la hermosa rosa blanca, y les dijo que se la había dado la propia infanta, en prueba de amor.
También las lagartijas sentían un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito se cansó de dar volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a descansar, jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible.
Las flores se sintieron fastidiadas por la manera como actuaban las lagartijas y los pájaros, que para ellas resultaba desleal.
Cuando el enanito se fue, las flores dijeron:
-Deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida -comentaron las flores-. ¿Han visto esa joroba y esa piernas retorcidas? -y empezaron a reír burlonamente.
Pero el enanito no había escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las lagartijas, y pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo, exceptuando naturalmente a la infanta,.
Pero ¿dónde estaba la infanta? Interrogó a la rosa blanca pero no obtuvo respuesta. Todo el palacio parecía dormir. Después de dar mil vueltas buscando una entrada, halló finalmente una puertecilla, que había quedado entreabierta. Se deslizó dentro con cautela, y se encontró en un salón espléndido. Pero la infanta tampoco estaba allí.
Al fondo del salón había una cortina de terciopelo negro. Avanzó sigilosamente y descorrió la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más hermosa que la anterior.
Atravesó corriendo las alfombras persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco estaba allí. La habitación estaba completamente vacía.Era el imponente salón del Trono.
Dentro del palacio, el aire era sofocante y pesado. De todas las habitaciones donde ya había estado, esta era la más espléndida y hermosa. Pero aquí no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la habitación, una pequeña figura lo contemplaba. La figura avanzó también y el enanito consiguió distinguirla con claridad.
Parecía un monstruo, grande y grotesco que lo imitaba. Incluso tenía una rosa igual que la suya. Incluso cuando la sacó para besarla, el monstruo hizo lo mismo.
Cuando al final la verdad se abrió paso en su mente, el enano lanzó un grito de desesperación, y cayó sollozando. ¡Ese ser deforme y jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! El enanito se cubrió los ojos con las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más.
En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la propia infanta con su séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el suelo, golpeándolo con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres carcajadas.
-Sus danzas son muy graciosas -dijo la infanta-, pero su manera de actuar es mucho más divertida todavía.
Agitó su abanico, y aplaudió.
Pero el enanito no levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles; hasta que exhaló un extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca arriba y quedó inmóvil.
-¡Lo has hecho estupendo! -aplaudió la infanta después de una pausa-. Pero ahora te toca bailar.
-Sí -gritaron los demás niños-, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente como los monos de Berbería, y mucho más gracioso.
Pero el enanito no contestó.
La infanta, airada, dio un golpe en el suelo con su pie, y llamó a su tío.
-Mi enanito es un desobediente -gritó la infanta-. ¡Levántenlo y díganle que baile!
-Baila ya -dijo el tío de la infanta-. La infanta de España quiere que la diviertas.
Pero el enanito permaneció inmóvil.
-Habrá que hacer venir al verdugo -dijo enojado.
-Mi bella princesa, tu enanito no volverá a bailar -dijo el chambelán-. Y es lamentable, porque es tan feo, que con seguridad habría hecho sonreír al propio rey.
-¿Y por qué no volverá a bailar? -preguntó la infanta con aire decepcionado.
-Porque su corazón se ha roto -contestó el chambelán.
Y la infanta frunció el ceño.
-De ahora en adelante -exclamó echando a correr al jardín- procura que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón.