Hace un montón de siglos, el emperador de un país muy muy lejano hizo un gran anuncio: necesitaba dar con alguien que le reemplazase en el trono tras su muerte, ya que no tenía hijos. Como además de gobernar su reino, era un gran aficionado a la jardinería, decidió repartir semillas de diferentes flores entre todos los jóvenes para encontrar a su sucesor ideal. Propuso algo en un principio sencillo. Quien, en un plazo de un año, le trajese la flor más bella de todas, sería su sucesor en el trono.
Todos los menores de 20 años, pues ese era el límite de edad que habían puesto, fueron al palacio en busca de sus semillas. Entre los aspirantes se encontraba Arturo, el que decía ser el mejor jardinero de todo el reino. Era presumido y pretencioso y por eso mismo apenas tenía amigos. Decía que sus arándanos y grosellas, sus especialidades, eran siempre los más dulces y jugosos.
Con mucho cuidado, Arturo plantó las semillas que le habían tocado en el reparto de palacio. Las dejó en una maceta con tierra fértil y las regó cada día durante semanas para después trasplantarlas a su huerta. Durante ese tiempo, el resto de aspirantes se ayudaron entre sí. Se daban consejos y se prestaban herramientas de jardinería. En cambio, Arturo se encerró en su invernadero y no ayudó ni se dejó ayudar por nadie.
Al final, las semillas de los otros brotaron rápidamente y crecieron para convertirse en hermosas flores de todos colores y tamaños. Arturo había plantado sus semillas en su mejor maceta con tierra fertilizada de la mejor calidad. Pero lo que brotaron, en vez de flores, fueron unos feos cardos llenos de pinchos venenosos.
Cuando llegó el día de llevar l
as plantas al emperador, Arturo, que además de pretencioso era cabezota, emprendió el camino al palacio del emperador con su maceta de cardos. El emperador examinó las plantas coloridas de los otros aspirantes y quedó maravillado. Eligió a uno que había logrado una planta hermosa, pero que además era capaz de dar fruta para todo el reino durante todo el año. Para los cardos de Arturo ni siquiera miró. El joven entendió que debía cambiar su actitud, porque el ser pretencioso y despreciar el trabajo de los demás nunca le llevaría a nada bueno.