-Mamá, todo el mundo se mete conmigo porque me gustan las cosas de las niñas.
Mamá respondió:
-Antoñito, cielo, hay muchas cosas que la mayoría de la gente no entiendo.
Pero Antoñito estaba muy triste y le dijo.
-Me dicen cosas muy feas porque soy diferente y porque no les gustan las mismas cosas que a mí.
Mamá se quedó pensando y dijo:
-Te voy a contar una historia.
Había una vez un pirata que tenía aterrorizado a todo el mundo. Lo llamaban Barbalunares, el terror de los siete mares. El caso es que Barbalunares ni tenía lunares ni tenía barba, pero solo con oir su nombre todos echaban a correr.
Lo que pasaba es que a Barbalunares le encantaba vestirse de faralaes al más puro estilo flamenco, con sus lunares, sus volantes y sus tacones.
Y allá donde iba se montaba un ‘tablao’ flamenco con sus piratas a la guitarra, al cante y al cajón.
Y si le preguntabas algo, Barbalunares te improvisaba la respuesta cantando por seguidillas.
En la cubierta de su gran barco pirata no faltaba el cante y el baile a diario, para disfrute de toda la tripulación. Y cada vez que llegaban a algún puerto muchos se acercaban a contemplar el espectáculo, atraídos por la música y los jaleos que se oían.
Sin embargo, muchos eran los que se horrorizaban al darse cuenta de que el protagonista del sarao era ¡un hombre vestido de mujer! Nadie daba crédito. Y de los aplausos pasaban a los abucheos y a los insultos.
Era entonces cuando se desataba el terror. Porque Barbalunares tendría mucho arte, pero también tenía mucho genio y mucho amor propio. Y no le dolían prendas en arrancarse los volantes, tirar los pendientes y la peineta, y encararse con quienes se metían con él.
La fama de Barbalunares se extendió tanto que cambió la vida del pirata por la vida del artista, viajando de acá para allá en su barco pirata, de cuyo palo mayor pendía, desde hacía ya mucho tiempo, una bandera de lunares.
Cuando acabó el cuento, Antoñito le dijo a su madre:
-¡Qué valiente era Barbalunares!
Mamá le contestó:
-Cada uno tiene derecho a ser cómo quiera ser, siempre y cuando no haga daño a nadie. Y, aunque no todos lo entiendan, la verdadera tolerancia empieza por quererse, tolerarse y valorarse a uno mismo.