—¡Si sigues ayudando a ancianos y desvalidos en la calle te despediré! ¡Es lo único que sabes hacer!
Raro era el día que el señor Brown, el jefe de Bob, no le regañaba con esas palabras.
Bob era vigilante de seguridad. Su trabajo consistía en estar todo el día delante de una puerta y mirar a la gente entrar y salir. Su compañero y él no hacían otra cosa. Uno a la derecha y otro a la izquierda de la puerta.
Pero por delante de Bob pasaba mucha más gente que no entraba en el edificio. Y junto enfrente había un paso de peatones con un semáforo. Pero era un semáforo que estaba en verde poco tiempo y a mucha gente no le daba tiempo a pasar.
En más de una ocasión Bob había salido corriendo a ayudar a cruzar a personas mayores y también personas con muletas. Incluso había tenido que levantar a más de uno que se había caído por cruzar corriendo.
—Si sigues así jamás entrarás en el cuerpo de policía.
Esa era la otra cantinela con la que el jefe de Bob le recordaba que debía quedarse quieto en la puerta.
Bob siempre quiso ser policía. Y se estaba preparando para ello.
Un día, mientras Bob estaba en su puesto, se oyeron unos gritos.
—¡Ha desaparecido el perro! ¡El perro! ¿Dónde está?
Era el señor Brown. Iba todos los días a trabajar con su perro, Mister P. El perro era el encargado de olfatear todo tipo de paquetes, sobres, cajas y bolsos. Si había algo que no debía estar dentro del edificio, Mister P. lo detectaba.
—¿Qué ha pasado, señor Brown? —preguntó Bob.
—Mister P. no está —respondió—. Me he parado un momento a comprar el periódico y ha desaparecido. Nadie ha visto nada.
—¿Me permite abandonar la puerta e ir a investigar, señor Brown? —preguntó Bob.
—¿Qué vas a poder hacer tú? —dijo el señor Brown.
—Deme 10 minutos, a ver qué averiguo —insistió Bob.
—Está bien, está bien —dijo el señor Brown—. Tu compañero vigilará la puerta por los dos, como hace siempre que tú haces de buen samaritano.
Bob no hizo caso de la ironía de su jefe y se acercó al puesto de periódicos. Allí había mucha gente, y todos le conocían.
—Tú eres el chico que ayudó el otro día a mi madre a cruzar —dijo un señor.
—Sí, y a mí me ayudaste el otro día a levantarme cuando me caí en medio del paso de peatones —dijo una señora.
Todos querían saludar a Bob y darle las gracias por algo.
—No tiene importancia —decía Bob—. Estoy aquí porque ahora soy el que necesita que me echen una mano.
Bob les contó que el perro que ayudaba a cuidar la seguridad del edificio donde trabajaba había desaparecido.
—Sí, el perro de ese señor tan desagradable que te regaña siempre que ayudas a alguien que lo necesita —dijo una anciana que estaba allí y que conocía Bob de verla a diario.
—Es un perro muy importante —dijo Bob—. Es muy valioso para la seguridad de todos.
—La verdad es que yo lo he visto —dijo un hombre muy mayor mientras se acercaba caminando lentamente con su bastón.
—Sí, creo que yo también —dijo una mujer en silla de ruedas.
Entre toda la información que recopiló Bob y gracias a su amabilidad natural, fue preguntando a unos y a otros y en pocos minutos consiguió localizar al perro.
Cuando Bob apareció con Mister P., el señor Brown se quedó de piedra.
—¿Cómo lo has encontrado? —preguntó.
—Se escapó el solito —dijo Bob—. Conseguí averiguar por dónde se había ido preguntando a la gente y solo tuve que llamarlo. Parece que vio algo que le llamó la atención y luego se despistó.
—A mí nadie me dijo nada —se justificó el señor Brown.
Una anciana que pasaba por allí se acercó y le dijo:
—Es que es usted muy desagradable.
El señor Brown se quedó paralizado. Después de unos segundos, le dijo a Bob:
—Sabes, chico. Esa manía tuya de ayudar a todo el mundo tal vez no sea tan mala, después de todo.
Y desde entonces el señor Brown no volvió a regañar a Bob. Tampoco tuvo que preocuparse por las escapadas de Mister P., porque Bob siempre lo encontraba, gracias a la ayuda de la gente.