Carolina odiaba las zanahorias. Como se suele decir, no las quería ver ni en pintura. Daba igual como se ofreciesen: crudas, cocidas, fritas o en puré.
Su abuelo siempre le repetía que eran buenas para la vista y para la piel y que tenía que hacer un esfuerzo para comerlas. “Pronto te acostumbrarás al sabor”, le decía, “si tienen un sabor dulce”. Pero nada, Carolina era tan cabezota como enemiga de las zanahorias.
En cambio, lo que sí le gustaba mucho a Carolina era cultivar zanahorias. Preparar la tierra, abonarla, colocar las semillas, regarlas todas las semanas, ver cómo crecían y, al final, sacarlas de la tierra y meterlas en su cesto de mimbre. La cuestión es que, cuando las veía en el plato, todo ese entusiasmo desaparecía.
Un día, Carolina fue de excursión con el colegio a una fábrica de bollería. En realidad era un truco de los profesores para que los niños entendiesen por qué no hay que abusar de las palmeras, los donuts o las napolitanas de chocolate o crema. Los niños no conocían la intención de los profes, así que fueron a la excursión súper felices.
Los niños hicieron un recorrido por la fábrica, por la sala donde hacían la masa, por donde preparaban el relleno y finalmente por la sala donde hacían los paquetes para mandarlos a las tiendas.
En la sala de la masa Carolina vio como el cocinero echaba una gran cantidad de grasa a un cubo gigante que removía con una batidora casi tan grande como él. La niña pronto perdió la cuenta de toda la mantequilla que aquel hombre echó a la masa.
Después, en la zona del relleno, más de lo mismo. Kilos y kilos de grasa para conseguir que quedase suave y cremoso. Al final de todo estaba la sala del empaquetado. Los envoltorios llevaban unos colores vivos y llamativos. “Será para hacerlo más bonito y que nos olvidemos de los ingredientes”, pensó Carolina.
Al llegar a la hora del descanso y sacar de su mochila la bolsa con el bocata, Carolina descubrió una zanahoria que le decía:
-Ves, ves, a nosotras nos rechazas y no te das cuenta de que todo esto que hacen aquí es asqueroso.
Carolina pensó que estaba soñando, así que cerró la bolsa y se dispuso a seguir con el bocata. Al momento, volvió a oír la misma vocecilla y, al quitar el papel de aluminio, allí estaba de nuevo aquel diminuto vegetal anaranjado.
-Tienes que comer vegetales si quieres crecer sana y correr más que nadie en clase de gimnasia, los donuts no te van a hacer ganar una carrera de sacos-, le chillaba enfadada la zanahoria.
Carolina pronto se dio cuenta del sentido de esas palabras y ni siquiera llegó a terminarse el bocata.
Al llegar a casa, Carolina dio una gran sorpresa a su padre, que le esperaba con la merienda. Rechazó el bocata de crema de chocolate y le pidió un yogur de frutas. Sin salir de su asombro, el hombre le preguntó a su hija por la razón de semejante cambio.
-Hoy he aprendido en la excursión que las cosas que le echan a la crema de chocolate no son muy sanas, papá.
Al oír esas palabras en su cabeza, Carolina pensó en las zanahorias y en lo poco que le habían gustado siempre. Se dio cuenta de que eran un producto natural que ella misma se encargaba de plantar, regar y recoger. Un producto que, por lo tanto, no podía ser malo, sino todo lo contrario. Por eso decidió que les iba a dar una oportunidad.
-¿Cuándo hacemos crema de zanahoria, papá?- preguntó Carolina antes de coger su cesta de mimbre y dirigirse hacia la huerta.