—Abuelo, cuéntame una historia de cuando eras pequeño —dijo Emma.
—¿Qué tipo de historia quieres? —preguntó el abuelo, que estaba acostumbrado a esas preguntas.
—No sé… una de Navidad —dijo la niña.
—Está bien, allá voy —dijo el abuelo, sentándose en el sillón, junto a su nieta.
—Hace mucho tiempo, cuando yo era niño, tenía un vecino que tenía de todo. Se llamaba Antonio, pero todos los llamábamos Toñito, el señorito. No es que fuera rico, pero no le faltaba de nada. Tenía buena ropa, sin remiendos. Y unas botas fantásticas, sin agujeros. Toñito era un chico afortunado. Un día se acercó muy contento y me dijo: «Esta Navidad voy a recibir cien regalos».
—Ala, cien regalos —dijo Emma.
—Nosotros no nos lo podíamos creer, peor él insistió en que sus padres le habían dicho que podía pedir lo que quisiera. Y él, en su carta, había pedido cien regalos.
—¿Se los pidió a Papá Noel o a los Reyes Magos? ¿O a los dos, para que se los repartieran? —preguntó Emma.
—Se los pidió todos a Papá Noel, porque no quería esperar —dijo el abuelo.
—¿Y le dejó cien regalos? —preguntó Emma.
—Espera, espera. Ya verás qué curioso fue lo que pasó —dijo el abuelo. Y continuó con su historia—. Durante varios días, el muchacho le contó a todo el pueblo que había pedido cien regalos. Algunos le tomaban el pelo; otros, se metían con él. Mis hermanos y yo no decíamos nada y lo dejábamos hablar. Lo peor era que se ponía muy pesado, porque quería saber qué habíamos pedido nosotros. Pero nosotros no pedíamos nada, aunque siempre caía algo. A veces, divertidas figuritas talladas en manera, o calcetines de lana de esos tejidos a mano que son tan gorditos y calentitos.
—¿Eso fue lo que os dejó ese año Papá Noel? —preguntó Emma.
—Ese año recibimos unos jerséis nuevos —dijo el abuelo—. Mis hermanos pequeños son los que más contentos se pusieron, porque por fin iban a poder estrenar jersey en vez de usar los que se nos habían quedado pequeños a los mayores.
—¿Y el Toñito? —preguntó Emma,
—Te cuento, ya verás —dijo el abuelo—. Estábamos cantando villancicos mientras nos preparábamos para salir cuando oímos unos gritos tremendos en la calle. Salimos todos, muy preocupados. Era Toñito, que gritaba y lloraba como un loco. Yo me acerqué y le pregunté qué le pasaba. Pero él no podía contestar. Solo señalaba con un dedo a su casa y decía “cien, cien”. «¿No te han traído tus cien regalos?», le pregunté yo. Él asintió con la cabeza mientras hacía un gesto extraño con la cabeza. «¿Me los enseñas?», le dije.
—¡Le habían dejado cien regalos! —exclamó Emma.
—Sí, bueno… —dijo el abuelo—. Toñito me cogió del brazo y me llevó dentro. Efectivamente, allí estaban sus cien regalos. En aquel momento no supe muy bien qué hacer, si reír o llorar. En el suelo, entre un montón de pequeños sobres de colores de diferentes tamaños, había una cesta con cien monedas de un céntimo ¡de peseta!
—¿Cuánto es eso, abuelo? —preguntó Emma.
—Muy poco, incluso para entonces— respondió el abuelo—. Después de aquello, Toñito fue el centro de todas las bromas durante semanas. Y desde entonces no volvió a presumir de regalos. Creo que no volvió a pedir nunca nada más por Navidad.
—Y ¿qué pasó con los céntimos de peseta? —pregunté.
—El muy desagradecido me los dio a mí, con cesta y todo. Yo quise darle algo a cambio, pero él no quiso.
—¿Y qué hiciste con los céntimos? ¿Te los gastaste en chuches? —pregunté.
—No, se los quise dar a mi madre, pero no los aceptó —respondió el abuelo—. Me dijo que los guardase para que pudiera recordar que las cosas que más valor tienen no se pueden comprar con dinero.
—¿Aún conservas las monedas? —preguntó la niña.
—Sí, las conservo —dijo el abuelo—. Las tengo bien guardadas. Algún día serán tuya. Ahora valen muchísimo dinero, porque son muy antiguas y están muy bien conservadas.
—¿Por qué no las vendes? —preguntó Emma.
—Porque lo que significan para mí no se puede pagar con dinero —respondió el abuelo.
—¿Me las enseñas? —preguntó Emma.
—Por supuesto —dijo el abuelo.
Emma contempló las monedas durante mucho tiempo y siguió haciendo todo tipo de preguntas a su abuelo. Y así pasaron una tarde inolvidable.