A la clase de magia del mago Tarandulo llegaron dos enanitos que aseguraban ser magos.
-De verdad, somos enanitos magos -dijo Cospetín.
-Los únicos de nuestra especie -dijo Cospetón.
Y así Cospetín y Cospetón lograron ser aceptados en la clase de magia del mago Tarandulo.
Pasaron los días y el mago Tarandulo empezaba a preguntarse si los enanitos habían dicho la verdad, pues no les había visto aún dar una con ningún hechizo. Fue por eso que decidió llamarlos a su despacho:
-A ver, enanitos -dijo el mago Tarandulo-, ¿qué pasa con vosotros? No veo ni rastro de magia en vosotros. Si no conseguís hacer algo en los próximos días tendré que mandaros a casa.
Pero ni Cospetín ni Cospetón tenían ganas de regresar a casa. Habían contado a todo el mundo que podían hacer magia y que por eso les habían admitido en la escuela del mago Tarandulo. Si les expulsaban iban a ser el hazmereir de todo el reino. Así que idearon un plan.
-Cospetín, creo que lo que tenemos que hacer es alguna travesura para que el profesor Tarandulo no se fije en nosotros. Así podremos aguantar hasta final de curso.
-Estoy de acuerdo, Cospetón.
Al día siguiente estropearon todas las varitas de sus compañeros magos, así que ninguno pudo terminar sus hechizos.
-Perfecto, hoy nos hemos librado -dijo Cospetín-. Como nadie ha conseguido hacer su trabajo ni se ha notado que nosotros tampoco.
Al día siguiente, los enanitos echaron unos polvos casi invisibles que cambiaron de color las pócimas mágicas de todos sus compañeros.
-Perfecto -dijo Cospetón-. Ni se ha notado que nosotros no sabíamos hacer los brebajes.
Y así, día tras día, Cospetín y Cospetón echaron a perder todos los hechizos, experimentos y trucos de su compañeros.
Un día, poco antes del final de curso, el mago Tarandulo se dirigió a sus alumnos y les dijo:
-Sé que, entre vosotros, hay alguien que ha estado chafando todas clases desde hace meses. Si el culpable, o culpables, no se entrega a primera hora de la mañana, os convertiré a todos en sapos.
Cospetín y Cospetón se echaron a temblar. Pero no dijeron nada.
La mañana siguiente llegó y los dos enanitos se presentaron en clase con la esperanza de que el mago Tarandulo no cumpliera su amenaza. Entonces se fijaron en que todos sus compañeros tenían una pócima sobre la mesa.
-¡Qué extraño! -dijo Cospetín-. No sabía que había tarea para hoy.
-No la había -dijo un compañero-. Es para que el hechizo no haga efecto. Nos lo enseñó el mago Tarandulo a principio de curso. ¿No recordáis?
Pero no le dió tiempo a decir más, porque en ese momento entraba por la puerta el mago Tarandulo.
-¿Ya tenemos culpables? -preguntó. Pero nadie respondió-. Entonces, allá voy.
Todos los alumnos se tomaron sus pócimas. Todos menos los enanitos, que no tenían.
-Pursus patum catarsos flemin… -empezó a recitar el mago Tarandulo.
-¡Espere, espere! -gritaron los enanitos-. ¡Fuimos nosotros, fuimos nosotros!
-Ya lo sabía -dijo el mago Tarandulo-. Estoy muy decepcionado. No solo por las travesuras, ni por las mentiras, sino sobretodo porque ibais a dejar que todos cargaran con la culpa de vuestras fechorías. Solo cuando habéis visto que todos tenían un remedio menos vosotros es cuando habéis confesado. Como castigo os quedaréis todas las vacaciones aquí, arreglando la escuela. Y no volveréis a casa hasta que consigáis hacer magia.
Y así Cospetín y Cospetón aprendieron la lección. Y, con el tiempo, se convirtieron en magos, los dos únicos magos de su especie.