Madrid, Puerta el Sol, 31 de diciembre. Está todo preparado para escuchar las campanadas de fin de año y celebrar la llegada del Año Nuevo. Cientos de personas esperan expectantes para comer las uvas bajo el gran reloj. Millones lo hacen desde sus casas, pegadas al televisor.
La aguja se acerca a su destino. La gente, ya con la primera uva en la mano, está impaciente.
Suenan los cuartos. Primero uno. Luego otro. Otro más. El último.
La primera uva reposa en la lengua de todos los que esperan impacientes para brindar y abrazar a sus seres queridos.
Pero la primera campanada no suena.
La gente empieza a impacientarse. Algunos no han podido esperar y se han comido la primera uva. Cogen la segunda. Pero nada. Las campanadas no suenan.
Después de un rato, al ver que el reloj no funcionaba, la gente empieza a comerse las uvas. Unos cantan sus propias campanadas. Otros simplemente se las comen y, al terminar, gritan: ¡Feliz Año Nuevo!
Aun así muchos se han quedado con la pena de oír el reloj. Hay brindis, besos, abrazos, fiestas, bailes… pero eso de no haber oído el reloj tiene a muchos mosqueados.
Don Casimiro, inspector de policía jubilado y relojero aficionado, se acerca hasta la Puerta del Sol. En la entrada al reloj hay mucho jaleo. Don Casimiro reconocer a algunos antiguos colegas, que van y vienen.
—¡Qué bien verle por aquí, Don Casimiro! ¿Nos echa una mano?
Con Casimiro no lo duda ni por un momento y sube al reloj a investigar.
—¿Se sabe qué ha pasado? —pregunta Don Casimiro.
—Simplemente, se ha parado —responde uno de los técnicos—. Lo hemos puesto en hora y funciona. Pero no sabemos por qué se paró justo en el momento de dar las campanadas.
Don Casimiro examina el mecanismo del reloj y todo lo que había por allí. No hay nada raro. Nada salvo un extraño papel mal colocado en un recoveco.
Don Casimiro saca el papel. Es una nota que dice: “Si no me dais un millón de euros esta misma noche el reloj no volverá a dar las campanadas de Año Nuevo nunca más”. Y dejaba una dirección donde llevar el dinero.
La policía ya está allí, así que no hay que llamar a nadie. Don Casimiro habla con el inspector y le propone tender una trampa al malhechor.
Cuando lo atrapan y lo llevan a la comisaría para que confiese cómo ha conseguido parar el reloj, el maleante se niega a dar respuestas. Este solo dice, una y otra vez:
Nos volveréis a escuchar el reloj en Nochevieja.
El inspector jefe deja a Don Casimiro interrogar al delincuente. Don Casimiro, que es muy listo, se las ingenia para hacer creer al detenido que le quiere ayudar.
—Yo también soy relojero y siempre he querido hacer algo así —le dice Don Casimiro—. Ahora que me he jubilado me gustaría poder hacer esto con más relojes.
Don Casimiro consigue que el malhechor confiese, casi sin darse cuenta.
—¡Oh, no! ¡He confesado! ¡Me habéis pillado! —exclama.
Don Casimiro fue a arreglar el reloj para que nunca más fallara con la información que le sacó a aquel tunante avaricioso.
Y ya nunca más volvió a fallar el reloj. Aunque todavía alguno se acuerda de aquella Nochevieja sin campanadas y, cuando estas suenan, se siente doblemente agradecido.