En Villameaburro todos los habitantes estaban siempre aburridos, tristes y pesarosos. Por algún motivo desconocido aun, un grupo de personas que se hacía llamar “El Club De Los Muy Contentos” decidió instalarse allí.
Entre todos los miembros del Club De Los Muy Contentos compraron un gran caserón, viejo y medio derruido, en medio de la ciudad. El caserón tenía un jardín exterior y un gran patio interior.
Estaba hecho un desastre, para qué nos vamos a engañar. Si no fuera porque los vecinos de Villameaburro no se entretenían con nada ya lo habrían derruido hace mucho tiempo.
A pesar de todo, los del Club De Los Muy Contentos estaban encantados con la compra. Se ajustaba a la perfección a sus necesidades y también a sus posibilidades.
Los vecinos de Villameaburro no podían entender por qué alguien querría comprar aquello, con la cantidad de trabajo que había que hacer. Pero los del Club De Los Muy Contentos estaban felices.
—Nos lo vamos a pasar genial arreglando esto —decían los del club, ante la mirada atónita de los vecinos.
Como el caserón estaba tan mal, los del Club De Los Muy Contentos instalaron unas tiendas de campaña en el jardín. Todo el mundo podía verlos desde la calle y desde las ventanas de sus casas.
Como los vecinos de Villameaburro nunca tenían nada que hacer, mataban el tiempo paseando cerca de la casa. Aunque enseguida se aburrían de ver a aquellos frikis haciendo cosas y enseguida seguían su aburrido camino hacia ninguna parte.
Sin embargo, la energía de los miembros del Club De Los Muy Contentos poco a poco empezó a calar en la gente. Porque, fueran donde fueras, siempre hacían reír a la gente o, como poco, les contagiaban una sonrisa e, incluso, despertaban su interés y su curiosidad.
Un día, unos niños pasaron por delante de la vieja casa y se quedaron mirando.
—Estamos jugando al veo-veo, ¿queréis jugar? —dijo uno de los del club.
—El veo-veo es un rollo de juego, tío —respondió uno de los niños.
—Este es más divertido, porque es el veo-veo inventado —dijo el del club.-
—¡Puf! — dijeron los niños.
—Venga, entrad y probar el juego —dijo el del club—. No puede ser más aburrido que lo que estáis haciendo ahora.
Los niños entraron y empezaron a jugar al veo-veo inventado. Era una tontería de juego. Pero se divirtieron tanto que se les hizo de noche sin darse cuenta.
Al día siguiente los niños volvieron a la casa del Club De Los Muy Contentos, y volvieron a jugar con ellos. Esta vez a otro juego raro que se habían inventado ellos.
Cuando los vecinos de Villameaburro vieron que algunos niños entraban y salían se acercaron a ver, ya que tampoco tenían nada mejor que hacer.
Al final unos terminaron ayudando en las obras, otros en la decoración, otros en el arreglo del jardín y, el que no podía hacer nada, cuidaba de los niños o se dedicaba a cocinar para los demás.
El Club De Los Muy Contentos acabó convirtiéndose en un lugar de encuentro social donde todos se divertían y hacían cosas interesantes.
Muchos pensaron que habría que cambiar el nombre de la ciudad, pero como eso era mucho lío, decidieron hacer correr el siguiente mensaje: “En Villameaburro nadie se aburre mientras tenga curro”.
También los había que decían: “El que se aburra en Villameaburro es que es muy burro”.
Y así fue como los de Villameaburro encontraron el secreto para no aburrirse.